martes, 18 de junio de 2013

Y ahí estábamos las dos:  fijas, poniendo las cartas sobre la mesa (pero no eran de amor), maniáticas, rozando la histeria -en otra ocasión hablaré de su jodida obsesión por Charcot-. Era el momento de cortar toda relación posible, aquellas noches habían sido una ruina la una para la otra desde que nos habíamos instalado en las galerías de nuestras cabezas.

Yo había aprendido de ella a liarme la vida y a fumármela, su idiosincrasia, el número de calzado que gastaba, los argumentos que aportaba para demostrar quién era su Dios, su color favorito -que, digamos, era el malva-, su agenda telefónica -llamaba siempre de noche con número privado.-, sus escritores de referencia, las drogas que le enrollaban, el cine que le gustaba, lo bien que le sentaban las minifaldas y lo jodidamente absurda que se veía en ropa interior.

De mí ella había aprendido qué era el desastre, qué era lo absurdo y qué era la irreflexión. La primera vez que la vi le dije que mi color favorito era el verde.

Y ahí estábamos nuevamente las dos: fijas, maniáticas, rozando la histeria. Le dije que se marchase, que ya no quería más sombras en mi cabeza. Se abrigó con uno de los poemas que un día le escribí, me beso en la boca y se fue para siempre.

Y ahí está lo jodido: lo bonita y tóxica que era -que es- la tristeza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario