miércoles, 22 de julio de 2020

Esta tarde he visto "The Dreamers" de Bernardo Bertolucci. Esto es, en mi vida, un punto de inflexión porque Bertolucci y "Novecento" siempre han estado vinculados a una persona que ya no pertenece a mi presente. Créanme cuando les digo que nuestras pasiones están confesándose por nosotros.

Funciono con asociaciones, mi cerebro las hace a todas horas y con muchísimas personas, incluso con aquellas que no conozco en la realidad, pero a las que leo con asiduidad. Me sucede cuando me enamoro, cuando me desenamoro, cuando nace una amistad, cuando se precipita una amistad.

Podría decir que Quique González pertenece a Ana, que Nacho Vegas se configura en mi imaginario junto a Pablo, que no entiendo un verso de Gloria Fuertes sin acordarme de Yolanda, que cualquier canción de Rozalén me remite a Noelia, que todos los libros de Jane Austen son de Patricia porque la conoce y la ama, que Amaral es, en esencia, Alicia; que Bad Bunny es sinónimo de Carmen, que el Atleti son Víctor y Elena y esta última también es, cómo no serlo, el puto indie; que Cinta es un libro de lingüística, que Patri es cualquier verso de Carmen Camacho, que María Jesús es una canción de Kase O. o de Los Chikos y también es bendito feminismo, que Marina podría ser la abanderada de cualquier causa perdida, de cualquier relato histórico, de cualquier película de Godard; que Daniela son las tensiones entre Onetti y Vilariño fluctuando, devorándose y toda la literatura hispanoamericana que me recorre.

Estoy segura de que faltan muchísimos en esta breve lista: pido clemencia, no se enfaden.

A mí me parece fascinante que libros, películas y canciones nos pertenezcan de algún modo, que conformen identidades, que supongan conquistas íntimas. Detesto a la gente a la que no puedo asociarle nada porque están vacíos de ideas y se proyectan como entes raquíticos de emoción y sentido. Lo decía Michi Panero y creo que bastante de cierto hay en esa movida: en esta vida se puede ser de todo menos un coñazo.