domingo, 12 de febrero de 2023

Cuando tenía veinte años escribí en las estanterías de mi habitación de Salamanca ciertos versos de González Iglesias y Luis Alberto de Cuenca. Diría que no fue un acto meramente vandálico, ni un ataque de adolescencia mal curada. El amor es una fuerza centrífuga, una forma subversiva y, a veces, ingrata de enfrentarse a la realidad. Es cierto que destrocé con versos cursis el mobiliario y que, de aquella, no me importaba ni la fianza ni el orgullo propio. Han pasado diez años y mi único temor es que este ridículo íntimo se torne público porque esa habitación sea alquilada y mi pasión se convierta en un mísero hilo de alguna red social.

Hace poco leí un libro de Annie Ernaux donde decía que tenía demasiado tiempo para pensar en la pasión y que ese era su drama. En ciertas ocasiones me pierdo por las terrazas de Argüelles y observo en esta nueva realidad multitud de parejas sin hablarse, sin tan siquiera mirarse, ajenos el uno al otro, sumergidos en sus gintonics, bebiendo muy despacio, como en un leve trance agónico e incómodo. Observo las comisuras de ellas, ligeramente alzadas, y el gesto torcido de ellos, impacientes, ansiosos, esperando el milagro que les traslade a otro tiempo y a otro espacio. Confieso que me abruman estas situaciones y calculo inmediatamente cuántas conversaciones nos quedan a nosotros.

Pienso, irremediablemente, en cómo sabré zafarme de la pérdida y del abandono, mientras los observo a ellos, incapaces de comunicarse la ausencia de deseo, y entonces el desánimo se vuelve gregario. Miro el móvil, con la pretensión de calmarme, un par de mensajes, una búsqueda rápida en tu perfil. De repente, un nombre aparece en la pantalla. Sé que alguien me gusta cuando deseo y temo su nombre. Porque ese es mi drama: desear y temer un nombre. En ese instante siento mi cuerpo duro y blando simultáneamente y en esta suerte de antítesis pretendo resolverte.

Camino por el barrio. Me detengo en el escaparate de alguna librería, observo las novedades editoriales, desisto, sigo caminando. En el trayecto me cruzo con algunas mujeres. Me gusta imaginar sus vidas: son fuertes, inteligentes, autónomas. Ellas arrastran su soledad por estas avenidas y yo las admiro por entero, como si contemplase deidades extrañas. Imagino, también, sus circunstancias: a cuántos años se han hipotecado, cómo odian Madrid centro, cuántos novios las han dejado, por qué se sienten fatigadas y rotas. Cuando vuelvo a casa me abordan estas imágenes y pienso en lo provisionales y fragmentarios que nos hemos vuelto. Me gustaría detenerlas en mitad de las calles y susurrarles que ellas no tienen la culpa, que es esta sociedad la que ha olvidado los nexos y los anclajes, que es esta sociedad la que se ha vuelvo más fea, más quimérica, más angosta, más grotesca, más sórdida. Apunto en las notas del móvil: Madrid es una ciudad en la que puedes llorar sin que nadie te mire. Madrid es una ciudad en la que puedes morirte sin que nadie se entere. 

 

 

Hoy he leído un verso de Louise Glück en Twitter que me ha parecido hermoso y violento: «Miramos el mundo una sola vez, en la niñez. / Lo demás es memoria». Me traslada  irremediablemente al parque al que me llevaba mi padre todos los domingos de otoño. Me gustaba deslizarme por el tobogán porque sabía que al final estaría él para salvaguardarme de cualquier tropiezo. También me recuerda a las noches en que la cinta magnetofónica con la voz de Paco Ibáñez comenzaba a sonar. Ahí fue donde descubrí a Quevedo, a San Juan de la Cruz, a Federico García Lorca. Muchas veces me descubro leyendo, en la horas más tramposas y deshonestas, poemas que de adolescente no alcanzaba a comprender y que ahora puedo intuir. Me gusta descubrir un sentido nuevo a las palabras, encontrar una nueva lectura a un verso al que no me atrevía a enfrentarme desde hacía años, quizás por cobardía.

Me gusta, también, el mar en invierno, porque no está masificado de turistas y su color es más grisáceo. Me gustan tus ojos, tu acento gallego, tu boca, tu cerebro siempre carburando. Me gusta pasear por Madrid en verano, cuando apenas hay nadie, y cualquier barrio céntrico parece una isla desocupada, ajena, imprecisa.

Me gusta el pan de los pueblos, las noches y los amigos, la historia de Idea Vilariño y Onetti, ir de paseo los sábados con mi madre por unas calles completamente desdibujadas.

Me gusta el norte de España, me recuerda a mi época universitaria. Me gusta el sur de España, me traslada a mis orígenes. Me gusta quedarme en casa los días de lluvia, ver a Marlene Dietrich en Filmin, escucharte recitar el Cántico espiritual, aferrarme a este amor sosegado y puro, abandonarme a la idea de una vida mansa contigo.