sábado, 30 de mayo de 2020


Existen días en los que me encuentro hilarante, ingeniosa, ácida, entusiasmada, un poco cachonda, un tanto festiva. Estos días son los que más hablo con mis amigos y estoy activísima en todas mis redes sociales. Suele sucederme también, porque la vida sabe cómo tensionarnos, que al día siguiente me encuentro decaída, tardo muchísimo en contestar, apenas miro las redes ni publico nada. Esta apatía me domina durante varios días. Sólo me dejo ver mediante favoritos esporádicos en Twitter y leo textos tristísimos y escucho canciones en acústico que aparecen en la columna derecha de Spotify. La primera vez que esto me sucedió, esta tristeza tan súbita, ingobernable, inexplicable, tenía catorce años y me encontraba frente al Messenger. De repente, me sentí rara y vacía frente a una suerte de anarquía de zumbidos e iconitos horteras.

A mi yo adolescente debo confesarle: vamos a convivir con esta mierda toda la vida, pero siempre supimos disimular. Saldremos adelante.

Cuando todo esto se me pasa, miento a mis colegas y les escribo: ay, no había leído esto, perdona que te conteste tan tarde. Yo creo que ellos ya me conocen y me perdonan estas repentinas irrupciones de soledad.

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El viernes me emborraché escuchando a los Cranberries, que es el grupo favorito de A. Me tomé varias cervezas mientras sonaban Cordell y Animal Instinct en bucle y hubo un momento en que creí que te ibas a desgastar en mi mente. ¿De esto iba la movida, no?

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Siempre termino interesándome por chavales que escriben. Es ahí –justo ahí y no en otro lugar– donde puedo detectar su verdadera idiosincrasia, su verdadero yo. Decía Salinas –a mí me parece un verso hermosísimo, aunque discrepe por entero de él–: “Yo no necesito tiempo / para saber cómo eres: / conocerse es el relámpago". Ojalá fuese tan inocente como para creerme algo así.

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El jueves estuve viendo un concierto de LODVG de 2007. Estaba eufórica. Cantaba a pleno pulmón “La playa” y “París”. Mis vecinos deben de estar hartos de mí y también –lo sé– todos los compañeros de piso que he tenido.

De repente, me sobrevino esta tristeza hondísima y tuve que cerrar YouTube rápidamente. Todo esto puede sucederme en un mismo día.

Todos los tíos que me gustan guardan este mismo patrón: chavales inteligentes, dialécticamente brillantes, sociales, divertidos, juguetones y, de repente, el mismo ataquito siamés. Aislados, herméticos, así acabamos: desgastados.

Cuando me encuentro en esta encrucijada, siempre me acuerdo de un capítulo de Los Simpson. En él Marge se convierte en carpintera, aunque Homer deberá aparentar que es él el que arregla las cosas porque Springfield, al fin y al cabo, es machista hasta la saciedad. Al final del capítulo, se revela la verdad: Homer no tiene ni puta idea y tiene que ser Marge la que arregle la vieja montaña rusa.

Así me veo yo constantemente, improvisando agónicamente, tratando de recomponer todas las piezas rotas antes de que todo se destruya. El problema es que yo nunca fui buena con las reparaciones y, mientras intento depurar dramas ajenos, yo me voy descomponiendo muy lentamente.

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"En el amor, como en la muerte, es imposible entrar dos veces". Escribe Bauman.

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Querer saberlo todo de esa persona, pero con el miedo y la decepción bordeándonos puntualmente. Por este motivo no fluyo, nunca me lanzo a aguas inexploradas porque la edad me ha hecho más pusilánime o más precavida. Hace años me arrojaba sin pensarlo, con un salto tierno, muy poco enigmático. Ahora tengo que entrar despacio, bañándome por los tobillos, las rodillas, los muslos. Tanteo, tanteo, tanteo. Tardo muchísimo en sumergirme y, para cuando estoy decidida, ya creo que el mar se ha cansado de mí.

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Mi propósito para la nueva normalidad es tener la confianza que deposita Luis Antonio de Villena en sí mismo cada mañana cuando elige el outfit.