domingo, 27 de diciembre de 2015

Es de noche y avanza
intrascendente
el rumor anodino de domingo,
su tarde incómoda e insolente.
Vivo en una ciudad donde todos
añoran secretamente.

Yo no creo en el arte. Afirmaba impasible, siempre desnudándome desde su esquina íntima. Luego sonreía, pasajero y trivial, y pedía otro corto. El tiempo latía grueso, se clavaba en los tímpanos y entonces sucedía el momento en el que me cuestionaba los terribles años en los que me había consumido en otros. Me sumergía, sin reparar en su ferocidad y en su toxicidad, hasta levantar mi orgullo tímidamente. Entonces me clavaba cristales en los ojos.

Intuía sus pupilas de animal hambriento, colérico e iracundo, hasta amenazar cualquier suerte de andamio propia.

Yo no creo. Bebía bajo un halo de paz impuesta y posiblemente era entonces cuando se me tornaba el ser más vulnerable del mundo. Después sacaba una libreta de su bolsillo y anotaba en una caligrafía imperfecta cualquier verso que hubiera recordado desde su terca ebriedad. Entonces se me tornaba el ser más posible del mundo.

Reparaba en los muslos alumbrados por la luz parpadeante, paseaba sus cálidas manos por ellos y sentía que me rasgaba los vestigios del desamor pasado. Entonces creía inconscientemente.

Vivo en una ciudad donde todos
añoran secretamente.