lunes, 28 de octubre de 2019

El otro día acudí a una charlita de Ismael Serrano en la que señaló que la poesía nos permitía hacer épica de nuestras pequeñas batallas domésticas. Me resultó certero y hermoso. Por un instante, desde esta tímida vanidad, creí que hablaba de mí.

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No todo va ser comicidad: también me pareció detestable el aplauso fácil, los hagiógrafos sentados allí, devotos, implorando la mirada, la risa, las tripas, hasta el alma cómplice con el cantautor. P. me miraba de soslayo y compartía mi rechazo y repulsión.
Detesto a este tipo de personas porque me parecen parte del sistema más angosto y hermético.

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El jueves exhumaron parte de los restitos del fascismo de este país. Confieso que me puso cachonda.
Brindé con el "Adivina adivinanza" de Sabina de fondo. Creo que esta canción es descaro implícito, porque no solo canta contra el dictador desde la hilaridad, sino que el espacio, el bar, se sostiene como única trinchera posible para estos días aciagos.

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"Sólo una cosa / queda de aquel amor: / aún leo tu horóscopo", escribe Juan Bonilla. Yo también sé tirar beef.

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Hoy he coincidido en el metro con un chaval que leía Los asquerosos de Santiago Lorenzo. También yo iba sumergiéndome en la historia de Manuel. Ambos nos hemos mirado de manera cómplice.

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Fnac me ha regalado un libro delicioso de Manuel Vilas que devoré el sábado: Nueva teoría de la urbanidad.
En él Vilas guarda reflexiones lúcidas y profundas acerca de la realidad cotidiana a la que nos enfrentamos permanentemente.
Es curioso que, desde una acerada perspectiva crítica con el capitalismo, opte por difundirlo únicamente a través de una empresa como Fnac.

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Escribe John Ashbery: "En algún lugar alguien está viajando furiosamente hacia ti".

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Me enfado mucho cuando entro en los digitales y no puedo acceder a las columnas y artículos de opinión porque no soy suscriptora. Qué despropósito.

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"Blandito por dentro, chulito por fuera, qué le voy a hacer" dice Novedades Carminha. Me parece una frase absolutamente definitoria de lo que no para de sucedernos.



sábado, 19 de octubre de 2019

Todos los días salgo de casa a la misma hora para coger el metro. Me aferro a él con la creencia de que ningún otro transita por mi parada fuera de este horario. Si no llego a este, me desespero, me inquieto, me sacudo.
No sé en qué clase de secundaria me contaron que los seres humanos somos animales de costumbres: algo similar me debe de ocurrir con los hombres a los que no paro de aferrarme innecesariamente.

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El viernes les lancé a mis alumnos la idea de escribir una tediosa redacción al hilo de ver In time: ¿qué harías si solo te quedase un día de vida? Los chavales cargaron contra mí, en bloque. Los entiendo porque la cuestión puede no ir más allá de despedirnos de la gente a la que queremos y yo les exigí -casi les supliqué- que tenían que entregarme una cara de la hoja.
Esta tarde he leído sus respuestas. Todos concluyen hablando de sus amores y de sus filias y de sus pasiones. Tal vez ahí radique nuestro halo de humanidad: nuestras últimas pulsiones siempre nos van a llevar a apostar por el amor.

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En el metro siempre me encuentro con las mismas personas. Una ya se hace a ver ciertos rostros puntualmente y a imaginar sus vidas. Quiero creer, en un viejo impulso romántico, que ellos también se han acostumbrado a mí y me echan de menos los martes.

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Hoy he leído un versito de Carlos Catena que me ha obligado a sujetarme el corazón: "¿quién es capaz de un amor tan grande / después de trabajar ocho horas?"

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Cuando tenía doce años mi padre se quedó en paro. Esto supuso una debacle para mi familia porque él era nuestro principal soporte económico. No olvido a aquellas amistades que dejaron de serlo, porque, cuando el nudo aprieta, muchas personas prefieren incrementar tu dolor, lanzarte a un ostracismo obligado, ahogarte sin mesura.
Estos apuros nos duraron hasta que cumplí diecisiete. Muchos sábados mis amigas estrenaban ropa y yo solo puedo recordar aquel jersey negro, cuellito bardot, que sencillamente me sentaba de escándalo.
Hoy quizás aparento ser lo que he detestado toda mi vida. ¿Saben ustedes? Se puede cambiar de armario, pero jamás de ideales: la conciencia de clase me bordea inevitablemente.

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Los telediarios dan miedo. Una no sabe a quién escuchar en este maremágnum informativo. En Madrid solo se habla de Cataluña con peligrosa inquina. La tercera España, esta peñita equidistante en la que me han encasillado, miramos con la boca y los ojos abiertos cómo la violencia asola las ciudades. El sistema se derrumba, sí, y los influencers van allí a hacerse un book entre barricadas humeantes.

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Fabián Casas ha escrito un poema sincero y hermosísimo: "Era uno de esos días en que todo sale bien. / Había limpiado la casa y escrito / dos o tres poemas que me gustaban. No pedía más".

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Ojalá dispusiera de más tiempo libre para escuchar el nuevo de Quique González -los acérrimos cuentan que es un despropósito- y saber exactamente qué canción dedicarte.














domingo, 13 de octubre de 2019

Esta semana he llorado cuatro días. Cuatro días sobre siete me parece un número realmente significativo. A veces una llora sin comprender el motivo de su tristeza y aprende a convivir así, con este deseo de soledad infinito atravesándote las vértebras.

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De mi madre aprendí la fuerza y el impulso, a leer con cinco años todas las tardes en su regazo, a amar hasta el tuétano, las coplillas de Antoñita Peñuela y Rocío Jurado, la incertidumbre constante del ser sufría por naturaleza. De mi madre aprendí que nunca se debe llorar en público.

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Ayer A. y yo quedamos en Sol. Cuando salí del metro, llovía. Nos refugiamos en la boca de este mientras la gente se agolpaba allí, con el fútil anhelo de que dejase de llover. Escuchar las conversaciones ajenas me pareció una experiencia colectiva y hermosa, porque todas hablaban de nimiedades y vacíos y nos supe más humanos y menos devotos.
A. me hizo reír con su desparpajo murciano congénito. Me juraba que ya había pasado la tormenta y a mí sólo me hacía falta asomarme para comprobar que no era cierto.

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Me he obsesionado esta semana con Usted de Almudena Guzmán. Me parece un poemario fuerte, tierno, valiente. Siempre me ha conmovido la erótica de lo cotidiano, la dialéctica entre los sitios frecuentes e íntimos, lo somático  y lo forcluido como puntos indispensables de partida para construir algo.
En iberlibro cuesta cerca de cien euros porque está descatalogado.

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Hace dos días leí un poemita de Valente que me entusiasmó y me dolió de idéntica manera:
"estoy alegre: a veces
no me acuerdo de ti
(¿también esto es la muerte?)".

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Sostiene Marina Garcés en  una creencia atrevida y liberadora que tenemos que encontrar la forma de ser peligrosos juntos. Estoy deseando enviar este mensaje a su destinatario.

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Me escribe M. desde Nepal porque está enamorándose platónicamente de un montañero con el que ha coincidido dos o tres veces. Se me clavan agujas en el corazón cuando mis amigas se acuerdan de mí así, cuando intuyen, sin anestesia, experiencias indelebles en el recuerdo. Valoro mucho este tipo de amistades.

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Me ha escrito J. para decirme que está en Madrid con su novia y que han ido a un sitio de Malasaña a tomar el brunch.
-El brunch es el desayuno de los hijos de puta- le he respondido. Probablemente ya no sea mi amigo.