sábado, 28 de septiembre de 2019

Dice Alejandra Pizarnik que resulta imposible vivir siempre en estado de catástrofe. Me parece una idea reparadora y tierna, porque me hace sentir menos mediocre cuando alguien como la Pizarnik, tan cotidiana y devastada, relata mis miserias con tanta fuerza y pasión, con ese ápice de realidad a la que todos nos aferramos incansablemente.

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Desde mi ventana contemplo la cruda realidad que me bordea. Cada día observo cómo llegan, arrastrando los huesos por las calles, con la maldita mochilita de Glovo, Deliveroo o cualquier patraña capitalista cargada a las espaldas, mis vecinos, quienes duermen al raso haga calor o frío, buscando un punto de supervivencia. Escribe Belén Rubiano: "Al lado de una casa siempre hay otra casa, la de los otros. Que no se nos olvide. Aquí vive un hombre o una mujer. Que no se nos olvide. Que esto es lo más parecido a un hogar que posee un alma que jamás pensó, cuando era niña, que la vida podría ser así. Lo vamos a olvidar, ya lo sé". Yo solo me imploro a mí misma que jamás se me olvide.

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Hoy ha sido una tarde atroz. Enfrente de mi ventana una mujer decrépita, con el gesto cansado y triste, airea su senectud a las seis de la tarde. Lleva una chaqueta morada y un camisón hasta los tobillos. Observo sus ojos y su piel y su pelo. Vive sola. Pienso cómo seré yo cuando tenga su edad y si también el peso del tiempo traerá consigo el gesto taciturno, el amor ausente.
La contemplo a través de mi cristal sentada en su butaca, los brazos cruzados y la boca entreabierta. La soledad puede llegar a ser un animal hambriento, una nueva forma de terrorismo.

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Últimamente todo lo que leo versa, irremediablemente, sobre el amor. Es por eso que me gustaría trasladarme en el tiempo y gritarle a mi yo adolescente que se aparte de las relaciones afectivas atravesadas por la lógica capitalista. Echo la vista atrás, porque uno siempre ama hablar del pasado y teme hacerlo del futuro, y me doy cuenta de que todas mis historias no tenían nada que ver con ser lo suficientemente valiente para enfrentar, con tremendismo, unos sentimientos. Me doy cuenta de que fui tan insana porque todos los libros que leí, todas las canciones que escuché, todas las películas que vi me enseñaron que el amor tenía que doler, que tenía que entregarme para sacar a flote ciertas causas ya muertas, que tenía que sufrir cada noche y llorar en mis huecos cuando no me querían, inmersa en un ritual antiguo.
Ahora sé que me equivocaba.

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No paro de escuchar en el metro a Novedades Carminha. Su estilo canallita me tiene obsesionada. No sé si seré especialmente punk, pero sí reconozco que me encantaría lanzarme con esa entereza a la vida.

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Ayer A. me animó a escribirle a un chaval por el que bebo los vientos de manera platónica. Me convenció porque me alentó e insistió en que era una mujer fuerte, independiente e inteligente que no debía esperar a que él lo hiciera. Creo que fracasé con mi ligue, pero triunfé en mi autoestima feminista.

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Escribe Anna Pacheco en su nuevo libro: "los amores prescriben y después todo el mundo hace como si nada. Los amores caducan por el bien de una convivencia pacífica. Si no fuera así, el ambiente sería sofocante".









jueves, 5 de septiembre de 2019

Diario de un verano muy cansado

Este invierno he leído bastante y puede que mis trayectos de más de una hora para ir al curro en el transporte público de Madrid fuesen los culpables. Sin embargo, en los últimos meses apenas he abierto un libro, quizás porque tanta efervescencia y tanto tránsito norte-sur no me lo han permitido.
Tengo Malaherba desde mayo, desde el momento en el que, justamente, E. y yo (tan impuntuales, tan adolescentes) fuimos a la Feria del Libro con el propósito de que Jabois nos firmase.
Madrid es otro tiempo, porque siempre estás corriendo detrás de las horas y de metros intempestivos que parecen descarrilar, y Madrid es otro espacio, porque puedes estar tomando una cerveza al lado de tu escritor favorito y fingir con aplomo normalidad.

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Este verano me he emborrachado en festivales, me he bañado en playas fluviales, me he despertado muy tarde con la resaca de todos los tiempos, los párpados sucios y los labios muy secos. Recuerdo que una amiga me mandó un mensaje sobre un libro que le recomendé y que ha empezado a leer. Me contó que era una hija de puta porque la estaba destrozando, que lloraba a lágrima viva por la movida de la transitoriedad de los amores y la pérdida del relato compartido. No sé, me pareció algo desesperado y tierno. Lo mismo me ocurre cuando miro las fotos de mis antiguos amores, aferrándose incansablemente a una vida ordenada y cabal, con sus novias sonrientes y puras. Yo no soy así, yo no soy así, me repito todas las noches.

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 Hace un mes leí en el Instagram de X. una frase de Scott Fitzgerald que me atravesó. Aparece en su novela 'Suave es la noche' y dice: "No te voy a pedir que me quieras siempre como ahora, pero sí te pido que lo recuerdes".

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Me parece un gesto valiente y noble amar a alguien. No todo el mundo está dispuesto a abrirse en canal y mostrar sus miserias. Amar a alguien por entero, aceptarse vulnerable, todas esas movidas que suenan a distopía asegurada y a reality del 2000, pero que promete un chute de paz radical. O, al menos, de adrenalina.

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Hace cuatro días escuché de nuevo Turnedo, como si Spotify conociera exactamente cuándo me duele la carne. Me pareció una experiencia hermosa y trascendental. La he escuchado muchas veces (a solas, cuando una es débil y decadente hasta la médula; en compañía, escapándose entre infértiles besos). Hoy la interiorizo de manera más cívica y sana, como si jamás se la hubiese dedicado a alguien de manera oblicua. Como si Turnedo jamás hubiese existido antes de 2019.