lunes, 20 de abril de 2020

¿Saben cuando se lee un libro o se escucha una canción o se ve una película y le deja a uno esa sensación de trascendencia, de vacío, como si le hubiese estirado por dentro y de repente, en ese justo momento de tensión absoluta, la vida se repliega? A veces siento que no es catarsis, sino equilibrio.

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Escribo porque soy una cobarde. Escribo para refugiarme en el pacto ficcional y hacer pasar los ángulos y matices por irreales. Escribo porque soy incapaz de enfrentarme -tan frecuentemente- a mis emociones. Escribo para sobrevivir.

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Siempre me cuelgo de tíos tramposos con taritas emocionales. Cuando hablo con mis amigas, advertimos mi complejo de psicóloga o de ONG con estos tipos y nos reímos mucho. Después pasamos a mi movida del horizonte de los treinta, que consiste en una crisis prematura, observándome sin cambio alguno, como si la vida sucediese y yo me hubiese quedado estancada en unos eternos dieciocho: sin aspiraciones, sin inquietudes.
Ellas me consuelan, me confiesan que ahora soy casi independiente, con cierto atisbo de madurez, que ya me empiezan a bordear las arrugas por reír tantísimo. Es curioso que yo sólo me vea así, en una eterna adolescencia prolongada, tiernamente vulnerable, tiernamente infantil.

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La hipocresía era esto: de lunes a jueves les repito a mis alumnos, casi como un mantra obligado, que no beban ni se droguen. Los viernes, sin embargo, me lanzo a las terrazas como una adolescente más, basculando entre discursos raquíticos de misterio, compartiendo cervezas con tipos faltos de idiosincrasia, aunque bastante cómicos. Después llego a casa, extenuada y un poco borracha, con la única idea de tocarme pensando en algo que me emocione.

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El otro día le comentaba a C. que siempre acabamos hablando de lo mismo: literatura, educación, feminismo y amor. Creo que, al fin y al cabo, mi tema favorito siempre va a ser la vida.

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Escuchar música y acordarte instantáneamente de alguien me parece una de las muestras de afecto más sinceras que pueden existir. Ayer era domingo y Spotify decidió poner la versión en acústico de "Laberintos" de Amaral. No la he enviado a nadie, pero sí sabría a quién dedicársela puntualmente.

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Escribe Jabois: "No hay paraíso más resistente que el de los dieciocho años".





lunes, 13 de abril de 2020


Cuando tenía 20 años pinté mi habitación de estudiante con versos de González Iglesias y Luis Alberto de Cuenca porque, entonces, me creía enamoradísima de un chaval que resultó ser un mediocre. Es cierto que destrocé con versos cursis el mobiliario y que, de aquella, no me importaba ni la fianza ni el orgullo propio. Ahora mi único temor es que este ridículo íntimo se torne público porque esa habitación vuelva a ser alquilada y mi historia se convierta en un mísero hilo de Twitter.

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Yo sé que alguien me gusta, no porque piense en él constantemente, yo sé que alguien me gusta porque siento mi cuerpo duro y blando simultáneamente y en esta suerte de antítesis pretendo resolverte.

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Encuentro momentos casi catárticos en mi rutina. Eran las cinco de la tarde y leía a Leila Guerriero mientras escuchaba una de las sesiones de radio de Novedades Carminha. Tenía el pelo húmedo –quien me conoce desde hace años sabe que amo esta sensación irracional hasta el clímax– y yo no podía parar de debilitar el grafito subrayando versos de manera obsesiva y compulsiva. ¿Era esta otra nueva forma de encontrarme? Siempre dejo atrapadas estas vivencias radicales en las notas de mi móvil.

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Anoche escuché “Los jardines de marzo” de La Bien Querida bajo una luz amarilla y limpísima. Cuando cantó eso de “todo el mundo tiene una infancia que resuena en las esquinas de su casa” no pude evitar llorar.

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Ahora es lunes y escribo con “Luz de agosto en Gijón” de Vegas de fondo. A veces también me siento, en esta tragedia colectiva, vacía de todo, menos de ansiedad.

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¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? se pregunta Raymond Carver desde mi estantería y también me lo cuestiono yo, con el miedo ensordecedor gravitando cada noche.

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Escribe Ángel González un versito intenso e insoportable al que me agarro con relativa frecuencia: “Esa música… / Se llama simplemente: canción. / Pero no es sólo eso. / Es también la tristeza”.