lunes, 13 de abril de 2020


Cuando tenía 20 años pinté mi habitación de estudiante con versos de González Iglesias y Luis Alberto de Cuenca porque, entonces, me creía enamoradísima de un chaval que resultó ser un mediocre. Es cierto que destrocé con versos cursis el mobiliario y que, de aquella, no me importaba ni la fianza ni el orgullo propio. Ahora mi único temor es que este ridículo íntimo se torne público porque esa habitación vuelva a ser alquilada y mi historia se convierta en un mísero hilo de Twitter.

*

Yo sé que alguien me gusta, no porque piense en él constantemente, yo sé que alguien me gusta porque siento mi cuerpo duro y blando simultáneamente y en esta suerte de antítesis pretendo resolverte.

*

Encuentro momentos casi catárticos en mi rutina. Eran las cinco de la tarde y leía a Leila Guerriero mientras escuchaba una de las sesiones de radio de Novedades Carminha. Tenía el pelo húmedo –quien me conoce desde hace años sabe que amo esta sensación irracional hasta el clímax– y yo no podía parar de debilitar el grafito subrayando versos de manera obsesiva y compulsiva. ¿Era esta otra nueva forma de encontrarme? Siempre dejo atrapadas estas vivencias radicales en las notas de mi móvil.

*

Anoche escuché “Los jardines de marzo” de La Bien Querida bajo una luz amarilla y limpísima. Cuando cantó eso de “todo el mundo tiene una infancia que resuena en las esquinas de su casa” no pude evitar llorar.

*

Ahora es lunes y escribo con “Luz de agosto en Gijón” de Vegas de fondo. A veces también me siento, en esta tragedia colectiva, vacía de todo, menos de ansiedad.

*

¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? se pregunta Raymond Carver desde mi estantería y también me lo cuestiono yo, con el miedo ensordecedor gravitando cada noche.

*

Escribe Ángel González un versito intenso e insoportable al que me agarro con relativa frecuencia: “Esa música… / Se llama simplemente: canción. / Pero no es sólo eso. / Es también la tristeza”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario