jueves, 7 de noviembre de 2019

Hay días que se tornan insufribles, larguísimos, excesivos, intensos. Una termina por desplomarse en la memoria frecuentemente, agarrarse a cualquier suerte de anclaje, hundirse, descender, mirar por la ventana y comprender que a veces la vida sólo es una mala racha.

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Mi pueblo es estático. Cuando vuelvo allí, la vida parece no fluir. Siento que regreso a un lugar muerto que subsiste por inercia y que bombea por impulso. Mi vida, también, se queda en pausa estos días. A veces necesito esta bocanada de lentitud para proseguir con la rabia de Madrid. A veces esta espera me hace comprender por qué huyo a las ciudades sin remedio.

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El domingo volví en un media distancia desde el que vi cómo anochecía muy lentamente. Llevaba a La Bien Querida en los auriculares susurrándome sus canciones que son también mis obsesiones y debilidades y tuve un ataque de tristeza hondísimo.

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En el bus me he encontrado con dos canallas cuyo tema de conversación era, constantemente, el dinero y montar una empresita llena de becarios a los que pagar seis euros la hora. No podía dejar de sentir cómo me supuraba el asco en los ojos y en las entrañas.

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Escribe Caballero Bonald: "Y tú me lo dices que sabes / que me hice sangre en las palabras de repetir tu nombre, / de golpear mis labios con la sed de tenerte".

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Hoy Amediavoz se ha desplomado y mi ánimo, orgulloso, también.

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Existen épocas en las que te escriben muchos chavalitos recientemente solteros. Confieso que me agota contestar a este tipo de mensajes raquíticos de misterio y seducción, tan superfluos y porosos, faltos de idiosincrasia y talento.
Existe esa venenosa y casi certera creencia de que el tío que te gusta jamás lo hará.

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Escribió Pardo Bazán, poderosa, en una epístola erótica y elegante: "Hay mil corrientes en mi pensamiento que sólo contigo desahogo". Como Emilia, yo también pienso que el amor debe tener algo de discurso y método.





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