Ayer terminé de leer Los armarios vacíos de Annie Ernaux. Este libro me dejó una sensación amarga. Leí un relato de una joven, Denise Lesur, que evoca desde la memoria su niñez y adolescencia. Todos estos recuerdos se vertebran a través de su aborto y cómo la domina el asco y la vergüenza pensando en qué concepción guardarán sus padres de ella por haberse dejado embaucar por ese tabú que era el sexo en 1973. Ella, Denise Lesur, la universitaria procedente de una familia proletaria, comportándose como una cualquiera, como una chica del pueblo que aborrece y detesta, como una obrera que se queda embarazada de un chico bien que no pretende hacerse cargo. Denise Lesur, zorra, puta. Se castiga y se autoflagela.
Este libro navega entre dos mundos: el mundo obrero —sus orígenes, la familia, una cultura y una jerga propia, el proletariado— y el mundo de la intelectualidad —el colegio privado, la universidad, la pequeña burguesía, las fiestas, la élite, Brassens como mito para fingir ser interesante en un mundo opaco e intrascendental—. Entre estos dos mundos fluctúa la vida de la protagonista, quien no duda en sentir rechazo y odio hacia sus padres, quienes, por otro lado, han contribuido a poner en funcionamiento el ascensor social con su esmero y sacrificio.
Me recordó esta historia a aquel libro de Anna Pacheco, Listas, guapas, limpias, donde abordaba este mismo encuentro entre estas dos polaridades y cómo la protagonista de esta historia sentía vergüenza al descubrir que su madre compraba los libros en un supermercado. Finalmente, en el relato de Anna Pacheco, la protagonista terminaba redimiéndose de manera que abrazaba su clase social y reconocía lo putrefacto y cínico que también se esconde en el mundo intelectual.
En el libro de Annie Ernaux el personaje principal no hace esa revisión. Únicamente al inicio del libro se atisba una suerte de arrepentimiento o, al menos, un odio gregario y compartido hacia los dos mundos, en una especie de ejercicio de misantropía manifiesta o de autocastigo impuesto.
Algo que sí me gustó del libro fue la manera de narrar el deseo. En eso Annie Ernaux es especialista. Me fascina porque puedo reconocerme en los comportamientos de los personajes cuando me percibo desorientada en ese laberinto ingobernable que es el deseo.
Para todos aquellos que nos hemos vistos envueltos en infinidad de veces entre esas dos realidades, que accedimos a la universidad como quien llega a la Luna, supone un relato incómodo, a menos que seas un desclasado. Se lo perdono a Annie Ernaux porque fue su primera novela.
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Leo en mis notas del móvil:
-Cosas de las que me arrepiento: fingir que me gustó La chinoise para gustarte a ti.
Supongo que todos, alguna vez, hemos querido sentirnos una proyección, una sombra, un apéndice del amante en algún momento de nuestra vida. Pero sin apéndice se puede vivir.
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Iba a escribir sobre una escena a la que me enfrenté en el tren cuando regresaba a mi pueblo. Anoté toda la situación en las notas de mi móvil, pero ahora, frente a la soledad de este blog, me es imposible narrarlo. Escribir sobre muerte y enfermedad siempre será un precipicio.
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Ha muerto Vargas Llosa. Se está muriendo el siglo XX, palidezco y siento miedo.
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Leí en Twitter un poema de alguien que se preguntaba para qué servía la literatura si no era para coquetear o vengarse de alguien. Puedo dar fe de que ambas opciones pueden ser sin ser mutuamente excluyentes.
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A veces siento que si no escribiese sobre ti o para ti no podría escribir sobre nada ni nadie. Decía Anne Carson que cuando uno se enamora los poemas de amor no tratan sobre el amado, sino sobre ese hueco que divide, sobre ese vacío que transita entre amado y amante.
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Escribe también Annie Ernaux: «Escribo, quizá porque ya no teníamos nada que decirnos».
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