miércoles, 29 de diciembre de 2021

 Mi madre dice que cuando era pequeña siempre tenía miedo. Miedo al agua, miedo a la oscuridad, miedo a las alturas, miedo a quedarme sola en casa, miedo a ir sola por la calle, miedo a lo inestable.

La situación no ha cambiado tanto. Es probable que mis miedos ya no sean infantiles, pero el miedo adulto es, quizás, incontrolable. Ese se te mete en los huesos, se interna en las vértebras y no te deja respirar. Ese te va a acompañar siempre.

Una vez lloré delante de una amiga porque me gustaba alguien de manera inconmensurable. Me sentía infinitamente vulnerable e insegura. No sé bien si lloraba porque no podía controlar lo que sentía, si lloraba porque no sabía si era correspondido o simplemente lloraba porque estaba asustada. No sé  identificar los sentimientos que me recorren: experimento ansiedad, lloro, duermo muchas horas, pierdo el apetito y sigo sin saber reconocer qué me sucede. 

Tampoco sé si me han querido de verdad. Sí he sentido que me deseasen, pero el deseo nunca es suficiente. Tampoco la dependencia. Me sucede que me domina una dependencia emocional atroz. Como escribe Roland Barthes, "me he proyectado en el otro con tal fuerza que, cuando me falta, no puedo recuperarme: estoy perdido, para siempre".  Y el inmenso sabor a abandono que te aprieta la garganta. No sé reconocer mis sentimientos y probablemente cuando ya estoy decidida es demasiado tarde.

No recuerdo a ningún chico que no me haya hecho daño, por eso soy tan distante. Admiro a la gente que es capaz de seguir entregándose, de ser fuerte, vulnerable, tierna, de vaciar ríos con las manos, de vivir de manera dispersa en un mundo inmutable, de sentir el mundo de otra manera, de ser falibles.

El miedo que me atenaza es la pérdida, el abandono, no ser nunca suficiente, percibir que el amor todo lo alcanza y lo bordea, reconocer que en esa profundidad porosa temo encontrarte y ser incapaz de comunicártelo. Todo terminar por ser carencia.



No hay comentarios:

Publicar un comentario