sábado, 10 de octubre de 2020

 Me abruma la idea de ser adulta: acostarme tempranísimo, hipotecarme treinta años —la precariedad bordeándome—, tener sueños alcanzables, irme de fin de semana con una caja regalo de ensueño —qué hastío—, pagar facturas, resignarme a la vida que me ha tocado.

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Madrid es esa ciudad en la que puedes llorar en el metro sin que nadie te mire.
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Una cosa buena que me ha dado las oposiciones es que ahora soy más valiente. Desde los dieciséis hasta los veinticuatro años he hecho miles de comentarios de texto encorsetados, carentes de personalidad, aburridísimos, buscando siempre la interpretacción correcta. Ahora me siento más libre y puedo decir que la aliteración del fonema alveolar vibrante múltiple sonoro hace referencia al desmoronamiento interno del yo lírico, yoquésé.
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Hace poco encontré a mi crush de la posadolescencia universitaria en Facebook. Me cruzaba con él por los pasillos de la facultad muchísimos días y siempre iba acompañado de un amigo mucho más popular, más atractivo y más canallita. Le explico a MJ que a mí siempre me llama la atención el mismo perfil de tío, gente más normal, algo pringada y con cara ingenua.
Por supuesto no le he solicitado amistad.
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Hoy iba escuchando a McEnroe mientras contemplaba desde un interurbano las cuatro torres. Madrid me ha parecido, por un momento, algo completamente inaccesible.
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Dice Louise Glück, mujer, poeta y Premio Nobel de Literatura 2020, que miramos el mundo una sola vez, en la niñez. Lo demás es memoria.
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Sigo pensándote, ¿es que no me oyes?

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