lunes, 7 de julio de 2014

Nunca conozco la palabra precisa cuando necesito descargarme de mitos mal curados y amores heridos. Quizás hoy no te escriba sobre la forma de quererte terca y asfixiante que guardo insistentemente en el pecho, en la garganta, en los párpados; tampoco sobre el método persuasivo para que te abandones conmigo puntualmente y me descubras ajena a mí misma, rozando con los dedos la locura, el desastre sin conciencia. Quizás me crea todas las promesas oxidadas.
De un tiempo a esta parte no hago más que leer incansablemente a García Montero. Todo conduce a los vagos recuerdos de amores transitorios, las bocas que besé sin desear, el deseo frustrado por no besar a bocas por las que me partí el labio, la soledad apretando incansablemente pero descubriéndose a mí -no planteo de otra forma el amor desmedido.

Todo es tan violento.

Me duermo tarde. Madrugo. No me aprovecho. Reflexiono sobre ti y sobre mí. Discutimos mucho. Nos matamos por cuestiones graves y por asuntos menores. Nos dejamos el cuello, el labio, nos enredamos sin argumentos pero nos enredamos. La defensa de las verdades sólidas alojadas en batallas enconadas, nuestros principios quizás transmutados en dogmas, la puta creencia de que si te grito que verme derrotada por tu lengua es una forma de subversión poética acabaré siendo desalojada de tu vida. Es necesario escribir sobre el miedo. Nuestra forma de discusión es encarnizada, desmedida, pasional, asfixiante, sangrante. Cuando yo te exijo por encima de tus miedos y acabo mimetizada en duda. Cuando tu me exiges que mitigue mi alma y yo te ofrezco disparates.

Todo esto es tan contingente
pero tan necesario.


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