Leí en un borrador que tenía en este blog desde 2013 que ya no se es triste como se era antes. Tenía razón: ya no existe un halo de nostalgia conmovedor, ni un patetismo traumático y poético. Ahora la tristeza ha quedado desocupada.
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Apunté esta mañana mientras ascendía por las escaleras mecánicas de Plaza Castilla: cualquier experiencia —salir del metro, percibir una tormenta en la piel, caminar por un barrio burgués y ordenado— se me antoja estética.
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Me acordé de este verso de Antonio Gamoneda y decidí tuitearlo: «Ésta es una ciudad desconocida y llueve sin esperanza. / No hay memoria ni olvido y el error es la única existencia. / ¿Quién me ama en esta ciudad desconocida?»
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El sábado, varada entre el humo y la incertidumbre, un tipo me comentó que me observaba como una persona alegre, pero que en mis textos no me percibía así. Lo contemplé y le respondí que yo era ambas mujeres.
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Me he puesto a Quique González en este lunes hostil y desdichado y he decidido escribir en este blog para articular los miles de pensamientos que bullen en mi cabeza. Hace años que no escribo de esta manera (ahora tardo muchísimo en lanzarme aquí) y siento una corriente indómita que domina mis dedos, tecleando una vorágine dialéctica indecisa, pero firme. A veces resulta compasivo para una misma recordar por qué escribimos.
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Escribe Chantal Maillard en un poema milagroso: «Escribo / para que el agua envenenada / pueda beberse».
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Pienso tantísimo en aquellos poemas que no nos estamos descubriendo mutuamente.
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Yo no me vengaré al uso: yo te dedicaré un poema que te dolerá por todo el cuerpo.
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