Cuando tenía veinte años escribí en las estanterías de mi habitación de Salamanca ciertos versos de González Iglesias y Luis Alberto de Cuenca. Diría que no fue un acto meramente vandálico, ni un ataque de adolescencia mal curada. El amor es una fuerza centrífuga, una forma subversiva y, a veces, ingrata de enfrentarse a la realidad. Es cierto que destrocé con versos cursis el mobiliario y que, de aquella, no me importaba ni la fianza ni el orgullo propio. Han pasado diez años y mi único temor es que este ridículo íntimo se torne público porque esa habitación sea alquilada y mi pasión se convierta en un mísero hilo de alguna red social.
Hace poco leí un libro de
Annie Ernaux donde decía que tenía demasiado tiempo para pensar en la pasión y
que ese era su drama. En ciertas ocasiones me pierdo por las terrazas de
Argüelles y observo en esta nueva realidad multitud de parejas sin hablarse,
sin tan siquiera mirarse, ajenos el uno al otro, sumergidos en sus gintonics,
bebiendo muy despacio, como en un leve trance agónico e incómodo. Observo las
comisuras de ellas, ligeramente alzadas, y el gesto torcido de ellos,
impacientes, ansiosos, esperando el milagro que les traslade a otro tiempo y a
otro espacio. Confieso que me abruman estas situaciones y calculo
inmediatamente cuántas conversaciones nos quedan a nosotros.
Pienso,
irremediablemente, en cómo sabré zafarme de la pérdida y del abandono, mientras
los observo a ellos, incapaces de comunicarse la ausencia de deseo, y entonces
el desánimo se vuelve gregario. Miro el móvil, con la pretensión de calmarme,
un par de mensajes, una búsqueda rápida en tu perfil. De repente, un nombre
aparece en la pantalla. Sé que alguien me gusta cuando deseo y temo su nombre.
Porque ese es mi drama: desear y temer un nombre. En ese instante siento mi
cuerpo duro y blando simultáneamente y en esta suerte de antítesis pretendo
resolverte.
Camino por el barrio. Me
detengo en el escaparate de alguna librería, observo las novedades editoriales,
desisto, sigo caminando. En el trayecto me cruzo con algunas mujeres. Me gusta
imaginar sus vidas: son fuertes, inteligentes, autónomas. Ellas arrastran su
soledad por estas avenidas y yo las admiro por entero, como si contemplase
deidades extrañas. Imagino, también, sus circunstancias: a cuántos años se han
hipotecado, cómo odian Madrid centro, cuántos novios las han dejado, por qué se
sienten fatigadas y rotas. Cuando vuelvo a casa me abordan estas imágenes y
pienso en lo provisionales y fragmentarios que nos hemos vuelto. Me gustaría
detenerlas en mitad de las calles y susurrarles que ellas no tienen la culpa,
que es esta sociedad la que ha olvidado los nexos y los anclajes, que es esta
sociedad la que se ha vuelvo más fea, más quimérica, más angosta, más grotesca,
más sórdida. Apunto en las notas del móvil: Madrid es una ciudad en la que
puedes llorar sin que nadie te mire. Madrid es una ciudad en la que puedes
morirte sin que nadie se entere.
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