miércoles, 2 de julio de 2025


 Já não era para ser
Já vem fora de tempo
Já lá vão tantos anos
Quantos já nem me lembro
Já nem eu pensava
Já nem eu esperava
Já não era para mim
Já vem fora da hora
Já nem sei bem se quero
Já não sou a mesma
Nem sei se ainda te espero
Já não tinha esperança
Já não tinha fé
Já não era para mim
E no entanto sei que cá dentro nada mudou
Os anos passaram, os amores passaram
E eu aqui estou.

lunes, 30 de junio de 2025

 Leí en un borrador que tenía en este blog desde 2013 que ya no se es triste como se era antes. Tenía razón: ya no existe un halo de nostalgia conmovedor, ni un patetismo traumático y poético. Ahora la tristeza ha quedado desocupada.

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Apunté esta mañana mientras ascendía por las escaleras mecánicas de Plaza Castilla: cualquier experiencia salir del metro, percibir una tormenta en la piel, caminar por un barrio burgués y ordenado se me antoja estética.

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Me acordé de este verso de Antonio Gamoneda y decidí tuitearlo: «Ésta es una ciudad desconocida y llueve sin esperanza. / No hay memoria ni olvido y el error es la única existencia. / ¿Quién me ama en esta ciudad desconocida?»

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El sábado, varada entre el humo y la incertidumbre, un tipo me comentó que me observaba como una persona alegre, pero que en mis textos no me percibía así. Lo contemplé y le respondí que yo era ambas mujeres.

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Me he puesto a Quique González en este lunes hostil y desdichado y he decidido escribir en este blog para articular los miles de pensamientos que bullen en mi cabeza. Hace años que no escribo de esta manera (ahora tardo muchísimo en lanzarme aquí) y siento una corriente indómita que domina mis dedos, tecleando una vorágine dialéctica indecisa, pero firme. A veces resulta compasivo para una misma recordar por qué escribimos.

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Escribe Chantal Maillard en un poema milagroso: «Escribo / para que el agua envenenada / pueda beberse».

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Pienso tantísimo en aquellos poemas que no nos estamos descubriendo mutuamente. 

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Yo no me vengaré al uso: yo te dedicaré un poema que te dolerá por todo el cuerpo. 

sábado, 28 de junio de 2025

 Escuché en una entrevista que meditar sobre la muerte frecuentemente sirve como rito iniciático a la escritura. 

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¿Por qué sigo buscando una explicación estética para un dolor que es completamente visceral?

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Aceptar la herencia del dolor, una genealogía pura y verdadera.

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La belleza tiene sus reglas. Somos seres conmovedores. 

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Fui a ver con M. la película de Sirat: trance en el desierto. Cuando salimos del cine, M. me comentó que le había recordado a la estética de Angélica Liddell. Entonces yo recordé que hubo una obrita de teatro en la que Oliver Laxe y Angélica Liddell coincidieron. En ella hacían una performance muy loca sobre un tratado de Deleuze. Me gustó que M. encontrase esa conexión porque la teoría de los vasos comunicantes siempre me fascinó: ahí radica el germen del arte.

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En el amor el yo es inocultable, en el amor el yo es incontenible. 

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Escribe Anne Sexton: «Amar a otra persona se parece a una plegaria y no puede planearse, solo te entregas a sus brazos porque tu fe supera la falta de fe».

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Escribe Malén Denis: «a veces soy clara y contundente en los poemas / a veces soy como una bruma espesa / dentro y fuera de los poemas / a veces intento lastimarte / con los poemas, provocarte con los poemas, / enojarte con los poemas, / hacerte llorar / a veces, incluso, uso los poemas para que me ames / o para amar».

(te lo hubiese enviado si hubiese sido yo la que lo hubiera escrito).

domingo, 15 de junio de 2025

 ¿Todavía leerás un poema desgarrador y te evocará a un futuro incierto y lejano que no fue? 

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Dice Berta García Faet: «No deseo intervenir en ningún debate teórico: deseo narrar mis enamoramientos».

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Hace un par de días entré en una tienda de libros de segunda mano a la que suelo acudir con asiduidad. Allí siempre me pierdo entre las mismas estanterías: poesía, filosofía, sociología, feminismo. Encontré una obra canónica de Menéndez Pidal que no me despertó una pasión exacerbada, pero mi ego como filóloga se activó y tuve que llevármelo. En medio de esa disyuntiva advertí una mirada ajena atravesada por el deseo. Supongo que el tipo pensó que yo era alguien interesante por el libro que había elegido. No pude evitar fijarme en qué libro llevaba él. ¿Quién lee a Fernando Savater en pleno 2025? pensé. Un fascista.

Pagué y no dije nada.

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A veces me gusta pensar en el subtexto y en lo simbólico. Me atrapa todo lo misterioso, lo oblicuo, aquello que no se dice, aunque se palpe y se intuya. Muchas veces me desdigo a mí misma e intento no caer en esa trampa y otras veces actúo por necesidad de equilibrio, por romper lo asimétrico, una manera de autoafirmarme y de decir yo también puedo habitar este lenguaje. 

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Leí en un libro de Jazmina Barrera su primer encuentro con Alejandro Zambra y me pareció esperanzador: «Conocí a Alejandro en la Biblioteca Pública de Nueva York. Él estaba dando una charla y yo, que nunca digo nada desde el público porque me da vergüenza, levanté la mano y le pregunté si no extrañaba los libros que había dejado en Chile. Se lo pregunté porque yo extrañaba mucho los míos. Me dijo que no. 

La primera vez que fue a mi departamento, Alejandro inspeccionó mi pequeña biblioteca y antes de irse concluyó: nos gustan los mismos libros. No es la frase más romántica que me ha dicho, pero sí fue muy importante, porque tener los mismos gustos en libros, a mi parecer, implica muchas cosas: que sentimos empatía con emociones semejantes, que nos importa el sentido del humor y nos reímos con cosas similares, que buscamos algo parecido en el arte y en lo libros, que son nuestro quehacer cotidiano». 

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Dice José Agustín Goytisolo: «yo quiero / decirte que te amo / en esta hora: cuando tú tiemblas / y no sabes / por qué».

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Escribe Patricia Highsmith en sus diarios: «Para vivir la vida de la mejor manera posible, una debe vivir y moverse siempre con una sensación de irrealidad, de drama en las cosas más pequeñas, como si viviese un poema o una novela, otorgando la mayor importancia al camino que se escoge hasta un restaurante preferido, creyéndose uno mismo mientras curiosea una librería, susceptible de deshacerse o hacerse, destruirse o renacer, de resultas de la literatura que uno elige. Solo en su habitación, uno debería ser Dante, Robinson Crusoe, Lutero, Jesucristo, Baudelaire, y en resumidas cuentas ser poeta en todo momento, verse de manera objetiva uno mismo y el mundo exterior de manera subjetiva, un estado de ánimo que en comparación con la realidad de la pena de un amor perdido es destructivamente real y brutal».

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Fui al teatro a ver Los yugoslavos de Mayorga. Mi amiga O. hizo una reflexión lúcida y lo conectó con una situación emocional que yo viví hace muchos años y que a veces emerge y me hace estremecer. O. me comentó que las palabras son insuficientes, que necesitamos mapas que nos orienten para tocar tierra. Pensé, inevitablemente, en este desencuentro prolongado en el tiempo como algo onírico e irreal, una suerte de quimera incompleta y pusilánime.

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Arranques de intimidad. Esto lo tengo escrito en mis notas del móvil. No sé en quién pensé cuando lo escribí.

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Cocino con Salvador Sobral de fondo ensalada de pasta para la semana. Mientras echo atún en un cuenco de plástico pienso en la ternura y en la devoción, en la posibilidad de hacer eterno lo efímero, ¿será suficiente aceite?, el amor y el dolor, el amor y el dolor, me encanta ponerle piña a la ensalada, tu recuerdo como un manantial enajenado y desposeído. 

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He visto en La Script una entrevista a Oliver Laxe donde afirma que una neurosis es una manera atrofiada de pedir amor.

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Me ha comentado un compañero de trabajo que tengo una manera muy sociológica de observar el mundo.

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Este domingo leí Seismil de Laura C. Vela. Le he escrito a mi amiga V. que es el libro más doloroso que he leído en lo que va de año. En él Laura escribe lo siguiente: «Los momentos que recuerdo están a trozos, imágenes sueltas que no consigo conectar. No encuentro el hilo, a veces no sé qué vino antes y qué después. Leí en un ensayo del que no recuerdo el nombre que el nihilismo se ha entendido mal, que se ha vendido como una filosofía intensa para adolescente que no creen en nada, pero que en realidad el nihilismo es haber perdido el hilo. El hilo materno, el hilo con la infancia, que es donde encontramos lo que realmente somos y, cuando conectamos con ese yo, se nos cae la máscara. Entonces pienso: si has perdido el hilo, ¿ya no podrás retirar la máscara? Si has perdido el hilo, ¿cómo escribir de una manera que no sea fragmentada?»

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Escribe Natalia Velasco este poema: «Perder la lengua materna debe ser / como quedarse ciega por dentro / como quedarse sin piel / sin bordes / debe ser liberador / que las cosas dejen de tener nombre / que pierdan la forma / y se vuelvan líquidas / poder bebérmelo todo / y que me sepa para siempre la boca / a ningún sitio».

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Dice Mónica Ojeda: «Ella me dijo una vez que cuando el mundo de alguien es destruido ya no queda nada, ni siquiera el dolor, porque el dolor solo puede existir cuando hay mundo". También: "El deseo se parece a cientos de pájaros estrellándose contra una boca cerrada". Y además: "En lo innombrable hay imperios de luciérnagas».

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Necesito de voces ajenas que me ayuden a escribir este relato inconcluso, este poema poroso, este tratado lleno de huecos, sombras y vaguedades.

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«¿Se dan ustedes cuenta de que las palabras, que son las herramientas para comprender el mundo, son también las que no extrañan de él? Porque las palabras son embajadoras de la realidad: no hay otro modo de relacionarse con la realidad que a través de las palabras. Pero estas embajadoras son con frecuencia estrambóticas, contradictorias, difíciles... Tienen un significado dentro de ti y otro fuera de ti. Y es que las palabras llevan una doble vida, como la mayoría de las personas complicadas. Hay algo muy peligroso y es cogerle miedo a las palabras. Entonces dejar de decirlas, y se quedan dentro de ti como un pelo mal arrancado que se convierte en forúnculo. ¿Qué sientes? ¿Cómo estás? Di algo que sea bien o mal. Forúnculo. Forúnculo, forúnculo, forúnculo».


viernes, 16 de mayo de 2025

 A veces siento que estoy confeccionando un mapa afectivo. Observo cómo en cada cada textito parece nacer algo incierto, una suerte de cartografía de la memoria en la que ya no recuerdo qué era cierto.

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Suelo pensar en ese momento en el que las expectativas y la realidad no se alinean. También me acuerdo de aquellas noches en las que me abandoné a la aventura y al deseo y a conversaciones vacías de relato. Supe que jamás te olvidaría cuando me recitaste mientras llovía, ebrios y atravesados por una pulsión indómita, a Ángel González. Amor y deseo. Amor y deseo. 

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Leí un verso: «Cualquier amor es un allanamiento».

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Amar es aceptar la incompletud del otro.

A menudo pienso en el deseo del otro. Cuando el deseo del otro es atravesado por tu propio deseo, ¿en qué se convierte?

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Tendría todos los días de mi vida veinte años porque nunca he amado de manera igual. Dice Borges que la intensidad es una forma de permanecer.

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En la nueva película de Sorrentino se lanza esta pregunta: «¿No siente que el deseo es un misterio y el sexo su funeral?»

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Siento que todos estamos hablando todo el tiempo de lo mismo. Intentamos atravesar la vida y no someternos y no claudicar. 

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Aspirar a un amor recio e inconmovible: ¿solución? Lo aprendí en El fin del amor de Tamara Tenenbaum.

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En El fin del amor, que además es una serie, la protagonista sostiene: «Tengo la expectativa de que mis vínculos con mujeres sean solo descanso, nada de pasión, nada de peligro. Es un delirio narcisista, pero además es un delirio bastante machista. A los varones les queda la parte interesante, el fuego. Entonces, cuando una mujer  me sale con algo que me atraviesa, que siento que me quiere complicar la vida —pero esas complicaciones son la vida, no es que la vida es otra cosa— , esa competencia que me surge con otras minas (...), esas no son molestias, son las grandes pasiones de la vida. Las mujeres son la gran pasión de mi vida o, bueno, deberían serlo».

A las mujeres como yo nos gusta sentir la anticipación de la pérdida como algo inexorable al relato, a la historia de amor que nunca dejamos surgir.

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¿En qué parte del cuerpo alojas el amor? ¿En qué parte física lo alojas? 

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Nos intuimos a través de un blog. Hago hincapié en el verbo intuir porque creo que jamás te llegué a conocer. Cuando teníamos veinte años, nos encontramos en una boca de metro. Fingí no haberte visto, aunque lo hice, para que tú te acercases primero. Esto nunca lo hubieses sabido de no ser porque me apasiona revelar secretos después de tantos años, como descubrir una suerte de mitología privada.

No recuerdo nada de ese encuentro ni tampoco de qué hablamos. Cualquiera diría que fue de poesía o de política, siempre nuestro fingido nexo, pero no lo fue, no lo fue. Solo recuerdo tu manera de confrontar tu mirada con la mía, tan nítida como si aún te tuviese de frente. Atisbo cómo tus manos buscaron mis muslos, en una especie de juego pueril y cándido, el movimiento exacto, y después nos besamos. 

Suena Erótica de Nathy Peluso mientras regreso a Madrid como las niñas de provincias y evoco este recuerdo fútil y pasajero. Ahora me resulta tristísimo y revelador.

Después me diste la mano, caminamos por el parque, hiciste un requiebro extraño y evasivo y me soltaste. Murmuraste algo incierto, una especie de premonición del fracaso que nos sobrevendría y yo fingí no escucharte. Sí lo hice. Después nos despedimos en un desencuentro sublime y ridículo.

Diría que jamás te volví a ver, pero te encontré en tres ocasiones por las calles de una ciudad baldía. En dos de aquellas tú no acertaste a verme.

Esto lo escribí hace un mes y no sé ni por qué lo hice. El sentido de todo esto es que, pese a que a veces me parezcas un recuerdo triste, ya no temo rememorarte. 

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«Yo no fui otra cosa que un amor de juventud y ese tipo de amores no sirven para nada».

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«¿Amas demasiado o demasiado poco?» Nadie se atreve a responder.

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«El tiempo fluye siempre junto al dolor».

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Dicen mis amigos que vivo en la nostalgia y temo que sea verdad. Muchas noches, como esta, pienso en los hombres a los que amé una vez y en todas las conversaciones que tuve con ellos, fingiendo desinterés al principio y revelándome finalmente como una amante que se conforma con una tibieza malograda. Quién me hubiese odiado con la pasión que merecía.


jueves, 17 de abril de 2025

 Ayer terminé de leer Los armarios vacíos de Annie Ernaux. Este libro me dejó una sensación amarga. Leí un relato de una joven, Denise Lesur, que evoca desde la memoria su niñez y adolescencia. Todos estos recuerdos se vertebran a través de su aborto y cómo la domina el asco y la vergüenza pensando en qué concepción guardarán sus padres de ella por haberse dejado embaucar por ese tabú que era el sexo en 1973. Ella, Denise Lesur, la universitaria procedente de una familia proletaria, comportándose como una cualquiera, como una chica del pueblo que aborrece y detesta, como una obrera que se queda embarazada de un chico bien que no pretende hacerse cargo. Denise Lesur, zorra, puta. Se castiga y se autoflagela. 

Este libro navega entre dos mundos: el mundo obrero —sus orígenes, la familia, una cultura y una jerga propia, el proletariado— y el mundo de la intelectualidad —el colegio privado, la universidad, la pequeña burguesía, las fiestas, la élite, Brassens como mito para fingir ser interesante en un mundo opaco e intrascendental—. Entre estos dos mundos fluctúa la vida de la protagonista, quien no duda en sentir rechazo y odio hacia sus padres, quienes, por otro lado, han contribuido a poner en funcionamiento el ascensor social con su esmero y sacrificio. 

Me recordó esta historia a aquel libro de Anna Pacheco, Listas, guapas, limpias, donde abordaba este mismo encuentro entre estas dos polaridades y cómo la protagonista de esta historia sentía vergüenza al descubrir que su madre compraba los libros en un supermercado. Finalmente, en el relato de Anna Pacheco, la protagonista terminaba redimiéndose de manera que abrazaba su clase social y reconocía lo putrefacto y cínico que también se esconde en el mundo intelectual.  

En el libro de Annie Ernaux el personaje principal no hace esa revisión. Únicamente al inicio del libro se atisba una suerte de arrepentimiento o, al menos, un odio gregario y compartido hacia los dos mundos, en una especie de ejercicio de misantropía manifiesta o de autocastigo impuesto. 

Algo que sí me gustó del libro fue la manera de narrar el deseo. En eso Annie Ernaux es especialista. Me fascina porque puedo reconocerme en los comportamientos de los personajes cuando me percibo desorientada en ese laberinto ingobernable que es el deseo.

Para todos aquellos que nos hemos vistos envueltos en infinidad de veces entre esas dos realidades, que accedimos a la universidad como quien llega a la Luna, supone un relato incómodo, a menos que seas un desclasado. Se lo perdono a Annie Ernaux porque fue su primera novela.

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Leo en mis notas del móvil:

-Cosas de las que me arrepiento: fingir que me gustó La chinoise para gustarte a ti.

Supongo que todos, alguna vez, hemos querido sentirnos una proyección, una sombra, un apéndice del amante en algún momento de nuestra vida. Pero sin apéndice se puede vivir.

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Iba a escribir sobre una escena a la que me enfrenté en el tren cuando regresaba a mi pueblo. Anoté toda la situación en las notas de mi móvil, pero ahora, frente a la soledad de este blog, me es imposible narrarlo. Escribir sobre muerte y enfermedad siempre será un precipicio. 

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Ha muerto Vargas Llosa. Se está muriendo el siglo XX, palidezco y siento miedo. 

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Leí en Twitter un poema de alguien que se preguntaba para qué servía la literatura si no era para coquetear o vengarse de alguien. Puedo dar fe de que ambas opciones pueden ser sin ser mutuamente excluyentes. 

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A veces siento que si no escribiese sobre ti o para ti no podría escribir sobre nada ni nadie. Decía Anne Carson que cuando uno se enamora los poemas de amor no tratan sobre el amado, sino sobre ese hueco que divide, sobre ese vacío que transita entre amado y amante.

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Escribe también Annie Ernaux: «Escribo, quizá porque ya no teníamos nada que decirnos».


domingo, 6 de abril de 2025

 Escribe Frank O'Hara: «es agradable poder aferrarse a algo / simple y real / como echar a alguien de menos».

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Una vez soñé que un chico que me gustaba me confesaba que detestaba Los heraldos negros de César Vallejo. Quizás fuese una especie de premoción. A él nunca le gustó la poesía y a mí él dejó de gustarme.

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A veces me acuerdo de todas esas dedicatorias que aparecen en las tesis doctorales, el único espacio donde los autores pueden ser emocionales y humanos, y pienso en cuántas parejas que aparecen mencionadas habrán sobrevivido a su propia historia.

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Hoy leí un artículo de Leila Guerriero que terminaba así: «Había un río y sol y cielo, y nos envolvía una serenidad invulnerable. Los oasis no duran para siempre, pero con un rato bastan».

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Vi Viridiana y me pareció sublime la escena final con una partida de cartas atravesada por lo forcluido y lo erótico.

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Madrid en primavera es una suerte de milagro anodino del que es necesario participar: terrazas de Malasaña a reventar, parejas besándose en las esquinas de manera furtiva, cervezas mal tiradas, ebriedad paulatina, una mirada incierta.

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Dice Anne Sexton: «Me gustas; tus ojos están llenos de lenguaje».

domingo, 23 de marzo de 2025

 Leí un poema de Emily Dickinson que me gustó: «Sentí un funeral en mi cerebro». Traduce Silvina Ocampo.

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El jueves llovió en Madrid. Decidí entrar en Filmin y suplir ciertas carencias culturales. Vi Un tranvía llamado Deseo. Me resultó fascinante lo atractivo que puede ser Marlon Brando sudado, iracundo y déspota y también observé la necesidad de la validación masculina en Vivien Leigh, quien en Lo que el viento se llevó ya había manifestado esta urgencia. Me resultó conmovedora la escena en la que a Blanche DuBois la rechazan por no ser una mujer con una moral estrictamente recta. Ella mira a su amante, con los ojos bellos y diáfanos y grandes, y le responde: «¿Recta? ¿Qué significa recta? Una línea puede ser recta o una calle. ¿Pero el corazón de un ser humano?»

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Escuché esto de Amaia: «Si nos encontráramos con veinticuatro años, nos confesaríamos en la cola del baño».

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Hoy caminaba por Moncloa en una mañana franca y honesta. Llevaba Noches de bodas del nuevo disco de La Bien Querida. Me gustó la intertextualidad que juega con Borges en eso de «estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo; no es solo una emoción, es un conocimiento»

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También esto de La Bien Querida en esa misma canción: «Lo precioso es este instante que se va, que se va, que se va, que se va, que se va, que se va». Me recordó a todos esos momentos efímeros que he vivido, que quise asir con todas mis fuerzas y terminaron por destruirme.

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Mientras me pintaba el eyeliner con Valeria Castro de fondo me acordé del momento en el que supiste que me había besado con uno de tus amigos. Me contaron que tuviste un ataque de celos desmedido y que fuiste incapaz de ocultarlo. Este tema siempre fue un tabú entre nosotros, pero pude sentir un vértigo inmenso y un vacío insostenible entre los dos desde ese momento.

Ya nunca volvimos a hablar de política. Ya nunca fuimos a las fiestas de PCE, ni nos miramos de frente en La Latina. Tampoco traté de hacerme la interesante mientras veíamos Cachitos y lo comentábamos por WhatsApp y tú jamás volviste a enviarme cualquier artículo de periódico como una infame excusa. 

Aún te miro de soslayo y pienso en el futuro que se nos escapó por este miedo gregario, siempre gravitando alrededor. Aún te miro de soslayo y pienso en el quiebre de la intimidad que un día fundamos.

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Anoche leí todos los mensajes que nos enviamos con veinte años. Pensé que en la mayoría de las personas existe una corriente indómita y peligrosa llamada miedo o arrepentimiento. En esa mujer no los reconocí y sentí orgullo.

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Escribe Mary Oliver: «existe solo una pregunta: / ¿cómo amar este mundo?»


martes, 18 de marzo de 2025

 Escribir desde la nostalgia: el peligro.

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Desvincular universos personales de relatos que aún nos afectan: una misión pendiente.

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Establecer una comunicación unidireccional a través de un blog: una herida abierta.

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Observar ciertas sombras grisáceas en el cabello, asumir el transcurso del tiempo como algo más común que incierto: lo inexorable.

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Explicar a unos niños un poema, explicar el tempus fugit, explicar que nacer es ir muriendo: ojos como platos, silencio estremecedor. 

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Camino por el barrio escuchando Con las ganas de Zahara. Parece sucederse un atisbo ligero de lluvia. Voy a recoger un vinilo que compré en Vinted. He vuelto de Budapest y me hubiese gustado escribirte cómo me sentí allí, varada en una ciudad inmensa cargada de un relato patético y hermoso. Me hubiese gustado perderme por el barrio judío contigo, ver tus ojos impresionados por la historia de este país, ver tus ojos impresionados por los restos soviéticos de este país, ver tus ojos impresionados por la inmensidad del Danubio, y besarte muy despacio, muy despacio, muy hondamente, excesivamente triste. 

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Afecto y dignidad: aspiración.

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Ojalá siempre te acuerdes de mí en un momento cualquiera, en una situación cotidiana. No me interesa la trascendencia, sino lo atávico. 

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Me obsesiona el momento exacto en el que percibo que soy objeto de deseo de alguien. Me obsesiona porque suele ser una mirada imperceptible para el resto de personas, una óptica subterránea que gravita y late, un movimiento insignificante cargado de semántica, una palabra ambigua que desanuda el deseo. Hoy iba contemplando la lluvia y pensé en aquellos momentos en los que lo percibí ahí, sigiloso e indomable, un volcán a punto de erupcionar, una corriente de agua desbordándose, ligera y fresca, aterradora. Pensé en cuando te miré a los ojos por primera vez en la plaza de San Justo y lo percibí; pensé en el momento en el que recibí un WhatsApp de un contacto desconocido con un poema y lo percibí; pensé en cuando me hiciste una broma en la cafetería del instituto y me miraste después de soslayo (y lo percibí); pensé en cuando te acercaste a mí en la sala de profesores para recomendarme un libro y lo percibí; pensé en cuando me escribiste para invitarme a un recital de poesía y lo percibí. Siempre está ahí, denso y pesado, oculto y telúrico, el deseo, la confesión, el miedo.

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Este fin de semana vi Adolescence. Fue una historia que me consternó porque en ella se retrata la masculinidad tóxica, la necesidad de pertenencia y aceptación, la influencia de las redes sociales y la difusión de ciertas ideologías a través de estas. Resulta absurdo no establecer una analogía cuando trabajo con adolescentes y me enfrento a este tipo de discursos cada día: discursos que consideran que el feminismo es una lacra y que la homofobia y la aporofobia están legitimadas. Hoy me acordé de la serie porque en Spotify me sonó Cambia! de C. Tangana. Quizás mañana comience mis clases con ella.

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Dice Lorena G. Maldonado en su Twitter: «Se sabe que uno ama porque mide el tiempo, que duele y es pesado hasta que sucede lo que tú quieres que suceda (un encuentro, una palabra, una fiesta, un beso). Qué hermoso dejar de amar y observar, de nuevo, cómo el tiempo corre fresco y deprisa... El tiempo como una fuente clara».

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Es imposible enamorarse dos veces de una misma persona: bien porque la persona cambia o porque los sentimientos se modifican. A mí me quedará el recuerdo. 

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Esta carta que escribió Gramsci a su hijo: «Me siento algo cansado y no puedo escribirte mucho. Tú escríbeme siempre y acerca de todo lo que te interese en la escuela. Yo creo que te gusta la historia, como me gustaba a mí cuando tenía tu edad, porque se refiere a los hombres vivos, y todo lo que se refiere a los hombres, a cuantos más hombres sea posible, a todos los hombres del mundo en cuanto se unen entre ellos en sociedad y trabajan y luchan y se mejoran a sí mismos, no puede no gustarte más que cualquier otra cosa. Pero, ¿es así? Te abrazo. Antonio».


domingo, 23 de febrero de 2025

Aún me acuerdo cuando leí este verso de Frank O'Hara y temblé: «En tiempos de crisis, todos debemos decidir una y otra vez a quién queremos».

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Todo el mundo añora secretamente a alguien. Esto lo escribí hace un par de años. Lo percibí porque siempre que me reunía con mis amigos me remitían a un viejo amor que les había hecho añicos. Advertí la idealización, aquellos defectos que detestaba de ti y que habían sido neutralizados y reducidos a una pasajera anécdota divertida. Pensé, también, en si alguien me añoraría durante el transcurso de un domingo anodino, si alguien se acordaría de que hubo una vez que titubeé ante el amor para después lanzarme a él salvaje e indómita.

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Anoche soñé contigo. Nos encerrábamos en un hotel y hablábamos durante horas de lo que jamás había hablado. No nos besábamos, no nos tocábamos. Me pareció un sueño terriblemente hermoso y pueril, una suerte de estado de gracia al que jamás regresaríamos. Después me desperté y te recordé durante un par de minutos. Pensé en ti mientras me pintaba el eyeliner a las 6:25 con una precisión vaga y dudosa (pintarme el eyeliner frente al espejo mientras pienso en un hombre siempre me ha parecido un ejercicio de erotismo baldío). Pensé en ti cuando el metro entró en el andén como un animal iracundo y desbocado. Pensé en ti cuando me encontré con el hombre que siempre se sienta frente a mí leyendo a Emmanuel Carrère en francés. 

Volví a releer tus mensajes y pensé en aquello que dudaste, escribiste, borraste, reescribiste. Pensé en la posibilidad de un contenido y de un sentido completamente distinto. Cómo sería de diferente nuestra vida si hubiésemos elegido otro discurso, si nuestras acciones hubiesen sido dispares, si nuestras decisiones no hubiesen estado condicionadas por el miedo. Pensé en esa posibilidad varios minutos y me pregunté cómo hacían los otros para vivir así, sin esta desesperación atravesándoles la sangre, las arterias, el cerebro y todos los recovecos que aún tienen vida. 

Pensé en los proyectos yermos, en las palabras que escribiste y borraste por ser imprecisas, en el nerviosismo que recorrió tu cuerpo sentado frente al ordenador (este estado de impaciencia que yo siento mientras escribo esta confesión desesperada), en cómo nuestra vida sería diferente si hubiésemos reunido el valor suficiente para decirnos que nos fascinábamos mutuamente, aunque este amor fuese algo estéril y caduco. 

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Hay veces que escribo con mucha calma y otras, como esta, en las que escribo como si tuviese alojados en la garganta la náusea, el vómito. Escribo para calmar este designio porque siento el amor así: intempestivo, corrosivo, desleal y errático.

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He vuelto a ver Normal People después de cuatro años. Es curioso que, cuando la terminé, volví a leer la reflexión que hice en Instagram acerca de ella. Me centraba en la importancia de la individualidad y del amor propio y cómo me rompieron por dentro las incertidumbres y las inseguridades de los protagonistas. Quizás ahora me centraría en la importancia de la identidad y la pertenencia a la comunidad: qué nos lleva a querer pertenecer, la otredad, el valor de la aceptación, la violencia y el placer confluyendo en un mismo cuerpo para satisfacer al otro (¿Marianne deseaba realmente esa forma de sexo o, simplemente, había asumido esa condición con el propósito de que alguien la quisiera de manera honesta?; ¿es el trauma y el dolor desde la infancia un laberinto inescrutable del que es imposible escapar?). 

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Hay una nueva canción de Zahara que dice: «¿Qué más dará la belleza y la juventud, incluso el sexo que tanto has perseguido, que has querido conservar, que has protegido? ¿Qué más dará cuando lo que de verdad te ha conmovido ha sido la ternura? ¿Qué más dará ahora la cantidad de veces que ayunaste, te metiste en la cama muerta de hambre, que no saliste porque te sentías la nada, que tu cuerpo era una talla, una cárcel, una trampa? Nada dura demasiado, tampoco la tristeza que no te deja vivir, ni el pecho alto, ni el nudo en la tripa, ni los besos a escondidas, ni tu canción favorita o el verano de tu vida, ni el cocido de tu abuela, ni el paseo por la arena, ni la noche en vela, ni el dolor de muelas, ni la corrida en su boca, ni el sentirte que estás loca o cuando te dejan rota, ni siquiera la derrota. Ni el vértigo o las náuseas, ni el pánico o las lágrimas, ni tu ídolo o la lástima, ni el público o las rayas, ni el dinero de tu cuenta, ni el miedo a perderla, ni el querer morirse porque no contesta. ¿Qué más dará la belleza y la juventud, incluso el sexo que tanto has perseguido, que has querido conservar, que has protegido? ¿Qué más dará cuando lo que de verdad te ha conmovido ha sido la ternura?».

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La falta de compromiso es deserotizante. 

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En un mundo atomizado y consumista, el compromiso resulta subversivo.

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Escribe Mary Oliver: «no tienes que ser buena / no tienes que atravesar el desierto / de rodillas arrepintiéndote / solo tienes que dejar que ese / animal / que es tu cuerpo ame lo que ama».