sábado, 16 de agosto de 2025

32

Hay textos que no interpelan: perforan. Hoy cumplo 32 años y esto que escribo aquí es lo que soy ahora.

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Llegué al portal de mi casa de Madrid de madrugada. Cuando abrí la puerta del ascensor, el espejo me devolvió una caricatura decrépita y grotesca. Tu cara es un débil y trágico flash a las cinco de la mañana. Tengo el eyeliner completamente destruido, el pintalabios es un símil de un desierto lejano e ignoto, el cuerpo me late, me pesa, me duele, me aterra. Entonces recuerdo ese poema de Gil de Biedma, sonrío frente al espejo y pienso en aquel verso que habla de la humillación imperdonable de la excesiva intimidad. 

Me contemplo lejana, titubeante e irrisoria. Tiemblo frente al espejo, no debí beber aquella copa, no debí haber mirado a aquel muchacho con los ojos abiertos y encendidos como un gamo herido, las rodillas muy juntas y temblorosas, no debí haberle dicho que lo llamaría, porque no lo haría. 

Sonrío desafiante y soberbia: también soy esta mujer que ahora se siente depresiva y sola en un ascensor milimétrico, como una ficha de dominó a punto de caer. 

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Hace muchos años que un hombre me miró de frente y me recitó: «tus ojos me recuerdan / las noches de verano».

En aquel momento yo pensé que cualquier desencuentro, cualquier diferencia, estaba justificado si hubo una vez en la que un hombre me miró de frente y me recitó a Machado.

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Está bien e, incluso, es sano que ciertas cosas que creíamos ancladas muten y nos estremezcan. El deseo es escurridizo y yo soy devota. 

El amor es conocimiento, pero ¡ah! el misterio es un vacío revelador y magnético.

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Escucho en la playa a mujeres hablar durante muchísimo tiempo de aquello que comen, de las cantidades que comen, de que gastaban una 36 cuando tenían veinte años, de que tenían las piernas firmes y ligeras cuando eran adolescentes, de que la carne de sus brazos no era flácida ni desequilibrada, de si tienen celulitis, varices, estrías, arrugas, el suelo pélvico debilitado, osteoporosis, artritis reumatoide, fibromialgia... Intuyo cierta vergüenza mientras se agarran las entrañas con el propósito de ocultar la grasa trémula del bajo vientre. A mí me gusta contemplarlas desde lejos, escucharlas desde lejos. Me parecen hermosas, así, orondas, coquetas, ufanas. Me gustaría susurrarles que su belleza no es de este mundo, no lo es, no lo es; esta belleza es etérea y volátil, esta belleza no responde a ningún canon impuesto, esta belleza no es efímera, no lo es, no lo es; esta belleza es antisistema porque, mientras ellas se palpan la grasa y se avergüenzan, yo las observo con el orgullo que me otorga mi sexo; observo mis caderas, mis piernas, mis brazos y no quiero sentir pánico ante esta realidad asfixiante.

(este discurso jamás lo pronunciará un hombre).

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«Lo sé, Sé que nunca más encontraré nada ni nadie que me inspire pasión. Tú sabes que ponerse a querer a alguien es una hazaña. Se necesita una energía, una generosidad, una ceguera... Hasta hay un momento, al principio mismo, en que es preciso saltar un precipicio; si uno reflexiona, no lo hace. Sé que nunca más saltaré».

Escribe Sartre.

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Dice Rebecca Solnit: «Tratamos el deseo como si fuera un problema que hay que resolver; nos centramos en aquello que deseamos y ponemos la atención en lo deseado y en cómo conseguirlo en lugar de en la naturaleza y la sensación del deseo, pero a menudo es la distancia que existe entre nosotros y el objeto del deseo lo que llena el espacio entre ambos con el azul del anhelo. (...) Aquí se encuadra el misterio de por qué las tragedias son más hermosas que las comedias y porqué algunas canciones e historias tristes nos producen un inmenso placer. Siempre hay algo que está lejos. (...) Incluso cuando tienes delante a esa persona, hay algo de ella que sigue estado increíblemente lejos: cuando te acercas a ella para abrazarla, tus brazos rodean el misterio, lo incognoscible, aquello que no puede poseerse. Lo lejano impregna incluso lo más cercano. Al fin y al cabo, apenas sabemos lo que tenemos en las profundidades de nuestro propio ser».

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A veces pienso en esas cartas que te envíe, dónde estarán dónde estarán, dónde estará mi orgullo mi vergüenza mi vanidad mi ego, dónde estarán dónde estarán, pulverizadas ocultas en el hueco de una estantería olvidadas alojadas en algún rincón de tu cabeza presionándote enterradas dentro de una cabeza llena de arena.

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Hay canciones y poemas que me hacen acordarme de ti. Hay veces que estoy inmersa en una cotidianidad anodina y percibo cierta corriente desarraigada y extraña que nos conecta, algo visceral y agudo en el pecho, en el estómago, en mi cabeza, como si mi cuerpo se abandonase a una performance misteriosa, como si intuyese que me estás pensando en ese preciso momento. Entonces te pienso, te pienso, te pienso, me abandono a esta intuición, a esta pulsión, te sigo pensando y no sucede nada. 

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«Lo tuvimos tan cerca que nunca lo vimos, lo perdimos tan fácil que valió la pena. Y ahora quiero llamarte por teléfono y decirte que, aunque no me diera cuenta en aquel momento, aquello fue importante para mí».

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Los siento ahí, famélicos, los noto mucho antes de verlos, mucho antes de entenderlos, pero están allí, abiertos, húmedos y negros, como dos pozos: tus ojos. Sigo creyendo que no hemos terminado de comunicarnos. 

sábado, 26 de julio de 2025

Todo esto me sirve para dar cauce al dolor, una especie de ética de la belleza, una forma de sostener lo insostenible. 

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Soy una mente rizomática: no escribo desde la lógica, sino desde el vínculo.

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En bastantes ocasiones mis amigos tienden a hablar de cuestiones sociológicas. Entonces, varados en mitad de Lavapiés, se levanta un debate apasionado y entusiasta acerca de la existencia o no existencia de la clase media. En ese momento muchos sostienen que el concepto clase media es una trampa, un subterfugio para invisibilizar la clase obrera, erradicar la conciencia de clase y percibir la lucha de clases como algo obsoleto, arcaico e innecesario. Mis amigos, además, hablan del discurso meritocrático, de cómo nos han hecho creer que nuestros intereses confluyen con los de aquellos que jamás pisarán una terraza de Lavapiés, cómo nuestra autopercepción social se ve continuamente bombardeada y alienada con ese fin. 
Recuerdo que defendí la idea de que me producía sonrojo comparar el sueldo que yo ganaba en la actualidad con el que ganaban mis padres y que me autopercibía clase trabajadora, pero sentía cierto recelo o vergüenza de ciertos privilegios adquiridos y que, seguramente, estos también fueran una trampa del capitalismo.

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Mi consejo es que nunca quedes con un hombre con el que hayas fantaseado ligeramente porque, repentinamente, se convertirá en alguien anodino e insignificante. Es necesario legitimar la mitomanía. 

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Escribe Pedro Lemebel: «es tan ordinario el amor que hasta los pacos se enamoran».

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Solo lo que no cesa de doler permanece activo. El olvido es una fuerza activa.

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Ignorar las estructuras que nos moldean es perpetuar patrones de desigualdad. ¿No crees que la reflexión es también una forma de compromiso ético?

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A veces pienso en esa niebla, en esa especie de confusión latente y gravitatoria. Creo que esa sombra es parte del amor mismo, como un contorno inevitable. Amar es, en cierta medida, anticipar la ausencia. 

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Escribí en las notas del móvil: amo mi vida disoluta, amo mi versión en Madrid (me siento más guapa, elocuente, interesante y divertida). Pienso en un amor distorsionado por el que sentí cierta devoción desmedida. También pienso en que tú jamás hubieses comprendido esta libertad que ejerzo.

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«Ahora creo que en el valor de lo que pasamos y, aún así, nunca me sentí tan vulnerable en esta existencia tan cambiante». Es innegable pensar que, incluso, el amor está atravesado por tensiones estructurales.

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Anoté acerca de mi intensidad: cuando era más joven, actuaba de manera más impulsiva, adolescente y febril; ahora es cierto que soy algo más reflexiva y racional, aunque sigo existiendo en el mundo de una manera desordenada e intuitiva. Me resulta ficticio leer un poema y no sentir estremecimiento. 

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«El instante en que un sentimiento penetra en el cuerpo es político. Esta caricia es política». Escribe Adrienne Rich.

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Ayer A. me comentó que, cuando salió de casa, se encontró con el ex de su hermana, quien estaba acompañado por una mujer y dos niños. Le comenté que habíamos entrado en esa etapa oscura en la que tus ex comienzan a casarse y a tener hijos.

(Recordé ese poema de Alba Flores en su poemario Azca: «estoy empezando a entrar en la edad / en la que ya no me da miedo / morirme / quedarme en el paro / o que me salgan arrugas por todo el cuerpo / a lo que de verdad tengo miedo ahora / es a que te cases / y que ya siempre sea tarde para estar contigo»). 

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Lo contó Julián Barnes: «Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas (...) y se crea algo nuevo y el mundo cambia. Después, tarde o temprano, en algún momento, por una razón u otra, una de las dos desaparece. Y lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había. Esto es quizá matemáticamente imposible, pero es emocionalmente posible».

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«no me hables de tus tesis doctorales / háblame despacio de tu primer amor / a mí qué me importan las ciudades en las que hayas / vivido / (...) por qué estar en esos sitios / ¿qué ganas? / aparte de dinero y reputación y amigos y contactos / y experiencias y fondos de pensiones y coches y / áticos y viajes a oriente y cumplir los sueños de / cuando eras niño / de cuando eras niño / y yo era tu primer amor /  así que no me hables de tus tesis doctorales / háblame despacio de cómo era yo»

lunes, 7 de julio de 2025

 Apunté, de madrugada y completamente ebria: amar desde el control, desde una narrativa que te proteja. Habitar el lenguaje desde la incertidumbre.

(supongo que te recordé).

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«¿no escribe todo poeta un poema sobre el amor no correspondido?»

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«si de verdad fuera un poeta, te mordería la yugular».

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tú lograste activar una dimensión que no todos han comprendido.

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En algunas ocasiones me da por pensar en el estrato social de todos mis intereses amorosos. Percibí que, de algún modo u otro, no procedemos de la misma clase social. La mayoría de ellos proviene de familias cuyos padres fueron a la universidad. Cuando lo comento con mi madre, esta experimenta una especie de rubor interno, una suerte de vergüenza impuesta y legítima. Entonces la miro a los ojos y le digo que nuestra clase social es la de la clase obrera, que fuimos capaces de atravesar todos los obstáculos y dificultades que eran intrínsecos a nuestra propia condición. Entonces la miro a los ojos y no lo digo, porque me avergüenza cierta soberbia que me recorre, pero pienso en el capital cultural de muchos de ellos y en el mío propio y fantaseo con poder hablarte abiertamente de Bourdieu en una terraza de Malasaña mientras nos cae el sol a chorros, mirándonos a los ojos atávicamente, en una especie de duelo de miseria ancestral. 

Entonces miro a los ojos a mi madre y le digo que esta mujer que soy ahora también es ella.

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El viernes volví a tener veinte años:








miércoles, 2 de julio de 2025


 Já não era para ser
Já vem fora de tempo
Já lá vão tantos anos
Quantos já nem me lembro
Já nem eu pensava
Já nem eu esperava
Já não era para mim
Já vem fora da hora
Já nem sei bem se quero
Já não sou a mesma
Nem sei se ainda te espero
Já não tinha esperança
Já não tinha fé
Já não era para mim
E no entanto sei que cá dentro nada mudou
Os anos passaram, os amores passaram
E eu aqui estou.

lunes, 30 de junio de 2025

 Leí en un borrador que tenía en este blog desde 2013 que ya no se es triste como se era antes. Tenía razón: ya no existe un halo de nostalgia conmovedor, ni un patetismo traumático y poético. Ahora la tristeza ha quedado desocupada.

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Apunté esta mañana mientras ascendía por las escaleras mecánicas de Plaza Castilla: cualquier experiencia salir del metro, percibir una tormenta en la piel, caminar por un barrio burgués y ordenado se me antoja estética.

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Me acordé de este verso de Antonio Gamoneda y decidí tuitearlo: «Ésta es una ciudad desconocida y llueve sin esperanza. / No hay memoria ni olvido y el error es la única existencia. / ¿Quién me ama en esta ciudad desconocida?»

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El sábado, varada entre el humo y la incertidumbre, un tipo me comentó que me observaba como una persona alegre, pero que en mis textos no me percibía así. Lo contemplé y le respondí que yo era ambas mujeres.

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Me he puesto a Quique González en este lunes hostil y desdichado y he decidido escribir en este blog para articular los miles de pensamientos que bullen en mi cabeza. Hace años que no escribo de esta manera (ahora tardo muchísimo en lanzarme aquí) y siento una corriente indómita que domina mis dedos, tecleando una vorágine dialéctica indecisa, pero firme. A veces resulta compasivo para una misma recordar por qué escribimos.

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Escribe Chantal Maillard en un poema milagroso: «Escribo / para que el agua envenenada / pueda beberse».

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Pienso tantísimo en aquellos poemas que no nos estamos descubriendo mutuamente. 

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Yo no me vengaré al uso: yo te dedicaré un poema que te dolerá por todo el cuerpo. 

sábado, 28 de junio de 2025

 Escuché en una entrevista que meditar sobre la muerte frecuentemente sirve como rito iniciático a la escritura. 

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¿Por qué sigo buscando una explicación estética para un dolor que es completamente visceral?

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Aceptar la herencia del dolor, una genealogía pura y verdadera.

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La belleza tiene sus reglas. Somos seres conmovedores. 

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Fui a ver con M. la película de Sirat: trance en el desierto. Cuando salimos del cine, M. me comentó que le había recordado a la estética de Angélica Liddell. Entonces yo recordé que hubo una obrita de teatro en la que Oliver Laxe y Angélica Liddell coincidieron. En ella hacían una performance muy loca sobre un tratado de Deleuze. Me gustó que M. encontrase esa conexión porque la teoría de los vasos comunicantes siempre me fascinó: ahí radica el germen del arte.

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En el amor el yo es inocultable, en el amor el yo es incontenible. 

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Escribe Anne Sexton: «Amar a otra persona se parece a una plegaria y no puede planearse, solo te entregas a sus brazos porque tu fe supera la falta de fe».

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Escribe Malén Denis: «a veces soy clara y contundente en los poemas / a veces soy como una bruma espesa / dentro y fuera de los poemas / a veces intento lastimarte / con los poemas, provocarte con los poemas, / enojarte con los poemas, / hacerte llorar / a veces, incluso, uso los poemas para que me ames / o para amar».

(te lo hubiese enviado si hubiese sido yo la que lo hubiera escrito).

domingo, 15 de junio de 2025

 ¿Todavía leerás un poema desgarrador y te evocará a un futuro incierto y lejano que no fue? 

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Dice Berta García Faet: «No deseo intervenir en ningún debate teórico: deseo narrar mis enamoramientos».

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Hace un par de días entré en una tienda de libros de segunda mano a la que suelo acudir con asiduidad. Allí siempre me pierdo entre las mismas estanterías: poesía, filosofía, sociología, feminismo. Encontré una obra canónica de Menéndez Pidal que no me despertó una pasión exacerbada, pero mi ego como filóloga se activó y tuve que llevármelo. En medio de esa disyuntiva advertí una mirada ajena atravesada por el deseo. Supongo que el tipo pensó que yo era alguien interesante por el libro que había elegido. No pude evitar fijarme en qué libro llevaba él. ¿Quién lee a Fernando Savater en pleno 2025? pensé. Un fascista.

Pagué y no dije nada.

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A veces me gusta pensar en el subtexto y en lo simbólico. Me atrapa todo lo misterioso, lo oblicuo, aquello que no se dice, aunque se palpe y se intuya. Muchas veces me desdigo a mí misma e intento no caer en esa trampa y otras veces actúo por necesidad de equilibrio, por romper lo asimétrico, una manera de autoafirmarme y de decir yo también puedo habitar este lenguaje. 

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Leí en un libro de Jazmina Barrera su primer encuentro con Alejandro Zambra y me pareció esperanzador: «Conocí a Alejandro en la Biblioteca Pública de Nueva York. Él estaba dando una charla y yo, que nunca digo nada desde el público porque me da vergüenza, levanté la mano y le pregunté si no extrañaba los libros que había dejado en Chile. Se lo pregunté porque yo extrañaba mucho los míos. Me dijo que no. 

La primera vez que fue a mi departamento, Alejandro inspeccionó mi pequeña biblioteca y antes de irse concluyó: nos gustan los mismos libros. No es la frase más romántica que me ha dicho, pero sí fue muy importante, porque tener los mismos gustos en libros, a mi parecer, implica muchas cosas: que sentimos empatía con emociones semejantes, que nos importa el sentido del humor y nos reímos con cosas similares, que buscamos algo parecido en el arte y en lo libros, que son nuestro quehacer cotidiano». 

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Dice José Agustín Goytisolo: «yo quiero / decirte que te amo / en esta hora: cuando tú tiemblas / y no sabes / por qué».

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Escribe Patricia Highsmith en sus diarios: «Para vivir la vida de la mejor manera posible, una debe vivir y moverse siempre con una sensación de irrealidad, de drama en las cosas más pequeñas, como si viviese un poema o una novela, otorgando la mayor importancia al camino que se escoge hasta un restaurante preferido, creyéndose uno mismo mientras curiosea una librería, susceptible de deshacerse o hacerse, destruirse o renacer, de resultas de la literatura que uno elige. Solo en su habitación, uno debería ser Dante, Robinson Crusoe, Lutero, Jesucristo, Baudelaire, y en resumidas cuentas ser poeta en todo momento, verse de manera objetiva uno mismo y el mundo exterior de manera subjetiva, un estado de ánimo que en comparación con la realidad de la pena de un amor perdido es destructivamente real y brutal».

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Fui al teatro a ver Los yugoslavos de Mayorga. Mi amiga O. hizo una reflexión lúcida y lo conectó con una situación emocional que yo viví hace muchos años y que a veces emerge y me hace estremecer. O. me comentó que las palabras son insuficientes, que necesitamos mapas que nos orienten para tocar tierra. Pensé, inevitablemente, en este desencuentro prolongado en el tiempo como algo onírico e irreal, una suerte de quimera incompleta y pusilánime.

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Arranques de intimidad. Esto lo tengo escrito en mis notas del móvil. No sé en quién pensé cuando lo escribí.

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Cocino con Salvador Sobral de fondo ensalada de pasta para la semana. Mientras echo atún en un cuenco de plástico pienso en la ternura y en la devoción, en la posibilidad de hacer eterno lo efímero, ¿será suficiente aceite?, el amor y el dolor, el amor y el dolor, me encanta ponerle piña a la ensalada, tu recuerdo como un manantial enajenado y desposeído. 

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He visto en La Script una entrevista a Oliver Laxe donde afirma que una neurosis es una manera atrofiada de pedir amor.

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Me ha comentado un compañero de trabajo que tengo una manera muy sociológica de observar el mundo.

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Este domingo leí Seismil de Laura C. Vela. Le he escrito a mi amiga V. que es el libro más doloroso que he leído en lo que va de año. En él Laura escribe lo siguiente: «Los momentos que recuerdo están a trozos, imágenes sueltas que no consigo conectar. No encuentro el hilo, a veces no sé qué vino antes y qué después. Leí en un ensayo del que no recuerdo el nombre que el nihilismo se ha entendido mal, que se ha vendido como una filosofía intensa para adolescente que no creen en nada, pero que en realidad el nihilismo es haber perdido el hilo. El hilo materno, el hilo con la infancia, que es donde encontramos lo que realmente somos y, cuando conectamos con ese yo, se nos cae la máscara. Entonces pienso: si has perdido el hilo, ¿ya no podrás retirar la máscara? Si has perdido el hilo, ¿cómo escribir de una manera que no sea fragmentada?»

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Escribe Natalia Velasco este poema: «Perder la lengua materna debe ser / como quedarse ciega por dentro / como quedarse sin piel / sin bordes / debe ser liberador / que las cosas dejen de tener nombre / que pierdan la forma / y se vuelvan líquidas / poder bebérmelo todo / y que me sepa para siempre la boca / a ningún sitio».

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Dice Mónica Ojeda: «Ella me dijo una vez que cuando el mundo de alguien es destruido ya no queda nada, ni siquiera el dolor, porque el dolor solo puede existir cuando hay mundo". También: "El deseo se parece a cientos de pájaros estrellándose contra una boca cerrada". Y además: "En lo innombrable hay imperios de luciérnagas».

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Necesito de voces ajenas que me ayuden a escribir este relato inconcluso, este poema poroso, este tratado lleno de huecos, sombras y vaguedades.

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«¿Se dan ustedes cuenta de que las palabras, que son las herramientas para comprender el mundo, son también las que no extrañan de él? Porque las palabras son embajadoras de la realidad: no hay otro modo de relacionarse con la realidad que a través de las palabras. Pero estas embajadoras son con frecuencia estrambóticas, contradictorias, difíciles... Tienen un significado dentro de ti y otro fuera de ti. Y es que las palabras llevan una doble vida, como la mayoría de las personas complicadas. Hay algo muy peligroso y es cogerle miedo a las palabras. Entonces dejar de decirlas, y se quedan dentro de ti como un pelo mal arrancado que se convierte en forúnculo. ¿Qué sientes? ¿Cómo estás? Di algo que sea bien o mal. Forúnculo. Forúnculo, forúnculo, forúnculo».


viernes, 16 de mayo de 2025

 A veces siento que estoy confeccionando un mapa afectivo. Observo cómo en cada cada textito parece nacer algo incierto, una suerte de cartografía de la memoria en la que ya no recuerdo qué era cierto.

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Suelo pensar en ese momento en el que las expectativas y la realidad no se alinean. También me acuerdo de aquellas noches en las que me abandoné a la aventura y al deseo y a conversaciones vacías de relato. Supe que jamás te olvidaría cuando me recitaste mientras llovía, ebrios y atravesados por una pulsión indómita, a Ángel González. Amor y deseo. Amor y deseo. 

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Leí un verso: «Cualquier amor es un allanamiento».

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Amar es aceptar la incompletud del otro.

A menudo pienso en el deseo del otro. Cuando el deseo del otro es atravesado por tu propio deseo, ¿en qué se convierte?

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Tendría todos los días de mi vida veinte años porque nunca he amado de manera igual. Dice Borges que la intensidad es una forma de permanecer.

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En la nueva película de Sorrentino se lanza esta pregunta: «¿No siente que el deseo es un misterio y el sexo su funeral?»

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Siento que todos estamos hablando todo el tiempo de lo mismo. Intentamos atravesar la vida y no someternos y no claudicar. 

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Aspirar a un amor recio e inconmovible: ¿solución? Lo aprendí en El fin del amor de Tamara Tenenbaum.

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En El fin del amor, que además es una serie, la protagonista sostiene: «Tengo la expectativa de que mis vínculos con mujeres sean solo descanso, nada de pasión, nada de peligro. Es un delirio narcisista, pero además es un delirio bastante machista. A los varones les queda la parte interesante, el fuego. Entonces, cuando una mujer  me sale con algo que me atraviesa, que siento que me quiere complicar la vida —pero esas complicaciones son la vida, no es que la vida es otra cosa— , esa competencia que me surge con otras minas (...), esas no son molestias, son las grandes pasiones de la vida. Las mujeres son la gran pasión de mi vida o, bueno, deberían serlo».

A las mujeres como yo nos gusta sentir la anticipación de la pérdida como algo inexorable al relato, a la historia de amor que nunca dejamos surgir.

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¿En qué parte del cuerpo alojas el amor? ¿En qué parte física lo alojas? 

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Nos intuimos a través de un blog. Hago hincapié en el verbo intuir porque creo que jamás te llegué a conocer. Cuando teníamos veinte años, nos encontramos en una boca de metro. Fingí no haberte visto, aunque lo hice, para que tú te acercases primero. Esto nunca lo hubieses sabido de no ser porque me apasiona revelar secretos después de tantos años, como descubrir una suerte de mitología privada.

No recuerdo nada de ese encuentro ni tampoco de qué hablamos. Cualquiera diría que fue de poesía o de política, siempre nuestro fingido nexo, pero no lo fue, no lo fue. Solo recuerdo tu manera de confrontar tu mirada con la mía, tan nítida como si aún te tuviese de frente. Atisbo cómo tus manos buscaron mis muslos, en una especie de juego pueril y cándido, el movimiento exacto, y después nos besamos. 

Suena Erótica de Nathy Peluso mientras regreso a Madrid como las niñas de provincias y evoco este recuerdo fútil y pasajero. Ahora me resulta tristísimo y revelador.

Después me diste la mano, caminamos por el parque, hiciste un requiebro extraño y evasivo y me soltaste. Murmuraste algo incierto, una especie de premonición del fracaso que nos sobrevendría y yo fingí no escucharte. Sí lo hice. Después nos despedimos en un desencuentro sublime y ridículo.

Diría que jamás te volví a ver, pero te encontré en tres ocasiones por las calles de una ciudad baldía. En dos de aquellas tú no acertaste a verme.

Esto lo escribí hace un mes y no sé ni por qué lo hice. El sentido de todo esto es que, pese a que a veces me parezcas un recuerdo triste, ya no temo rememorarte. 

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«Yo no fui otra cosa que un amor de juventud y ese tipo de amores no sirven para nada».

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«¿Amas demasiado o demasiado poco?» Nadie se atreve a responder.

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«El tiempo fluye siempre junto al dolor».

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Dicen mis amigos que vivo en la nostalgia y temo que sea verdad. Muchas noches, como esta, pienso en los hombres a los que amé una vez y en todas las conversaciones que tuve con ellos, fingiendo desinterés al principio y revelándome finalmente como una amante que se conforma con una tibieza malograda. Quién me hubiese odiado con la pasión que merecía.


jueves, 17 de abril de 2025

 Ayer terminé de leer Los armarios vacíos de Annie Ernaux. Este libro me dejó una sensación amarga. Leí un relato de una joven, Denise Lesur, que evoca desde la memoria su niñez y adolescencia. Todos estos recuerdos se vertebran a través de su aborto y cómo la domina el asco y la vergüenza pensando en qué concepción guardarán sus padres de ella por haberse dejado embaucar por ese tabú que era el sexo en 1973. Ella, Denise Lesur, la universitaria procedente de una familia proletaria, comportándose como una cualquiera, como una chica del pueblo que aborrece y detesta, como una obrera que se queda embarazada de un chico bien que no pretende hacerse cargo. Denise Lesur, zorra, puta. Se castiga y se autoflagela. 

Este libro navega entre dos mundos: el mundo obrero —sus orígenes, la familia, una cultura y una jerga propia, el proletariado— y el mundo de la intelectualidad —el colegio privado, la universidad, la pequeña burguesía, las fiestas, la élite, Brassens como mito para fingir ser interesante en un mundo opaco e intrascendental—. Entre estos dos mundos fluctúa la vida de la protagonista, quien no duda en sentir rechazo y odio hacia sus padres, quienes, por otro lado, han contribuido a poner en funcionamiento el ascensor social con su esmero y sacrificio. 

Me recordó esta historia a aquel libro de Anna Pacheco, Listas, guapas, limpias, donde abordaba este mismo encuentro entre estas dos polaridades y cómo la protagonista de esta historia sentía vergüenza al descubrir que su madre compraba los libros en un supermercado. Finalmente, en el relato de Anna Pacheco, la protagonista terminaba redimiéndose de manera que abrazaba su clase social y reconocía lo putrefacto y cínico que también se esconde en el mundo intelectual.  

En el libro de Annie Ernaux el personaje principal no hace esa revisión. Únicamente al inicio del libro se atisba una suerte de arrepentimiento o, al menos, un odio gregario y compartido hacia los dos mundos, en una especie de ejercicio de misantropía manifiesta o de autocastigo impuesto. 

Algo que sí me gustó del libro fue la manera de narrar el deseo. En eso Annie Ernaux es especialista. Me fascina porque puedo reconocerme en los comportamientos de los personajes cuando me percibo desorientada en ese laberinto ingobernable que es el deseo.

Para todos aquellos que nos hemos vistos envueltos en infinidad de veces entre esas dos realidades, que accedimos a la universidad como quien llega a la Luna, supone un relato incómodo, a menos que seas un desclasado. Se lo perdono a Annie Ernaux porque fue su primera novela.

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Leo en mis notas del móvil:

-Cosas de las que me arrepiento: fingir que me gustó La chinoise para gustarte a ti.

Supongo que todos, alguna vez, hemos querido sentirnos una proyección, una sombra, un apéndice del amante en algún momento de nuestra vida. Pero sin apéndice se puede vivir.

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Iba a escribir sobre una escena a la que me enfrenté en el tren cuando regresaba a mi pueblo. Anoté toda la situación en las notas de mi móvil, pero ahora, frente a la soledad de este blog, me es imposible narrarlo. Escribir sobre muerte y enfermedad siempre será un precipicio. 

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Ha muerto Vargas Llosa. Se está muriendo el siglo XX, palidezco y siento miedo. 

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Leí en Twitter un poema de alguien que se preguntaba para qué servía la literatura si no era para coquetear o vengarse de alguien. Puedo dar fe de que ambas opciones pueden ser sin ser mutuamente excluyentes. 

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A veces siento que si no escribiese sobre ti o para ti no podría escribir sobre nada ni nadie. Decía Anne Carson que cuando uno se enamora los poemas de amor no tratan sobre el amado, sino sobre ese hueco que divide, sobre ese vacío que transita entre amado y amante.

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Escribe también Annie Ernaux: «Escribo, quizá porque ya no teníamos nada que decirnos».


domingo, 6 de abril de 2025

 Escribe Frank O'Hara: «es agradable poder aferrarse a algo / simple y real / como echar a alguien de menos».

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Una vez soñé que un chico que me gustaba me confesaba que detestaba Los heraldos negros de César Vallejo. Quizás fuese una especie de premoción. A él nunca le gustó la poesía y a mí él dejó de gustarme.

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A veces me acuerdo de todas esas dedicatorias que aparecen en las tesis doctorales, el único espacio donde los autores pueden ser emocionales y humanos, y pienso en cuántas parejas que aparecen mencionadas habrán sobrevivido a su propia historia.

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Hoy leí un artículo de Leila Guerriero que terminaba así: «Había un río y sol y cielo, y nos envolvía una serenidad invulnerable. Los oasis no duran para siempre, pero con un rato bastan».

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Vi Viridiana y me pareció sublime la escena final con una partida de cartas atravesada por lo forcluido y lo erótico.

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Madrid en primavera es una suerte de milagro anodino del que es necesario participar: terrazas de Malasaña a reventar, parejas besándose en las esquinas de manera furtiva, cervezas mal tiradas, ebriedad paulatina, una mirada incierta.

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Dice Anne Sexton: «Me gustas; tus ojos están llenos de lenguaje».