sábado, 16 de agosto de 2025

32

Hay textos que no interpelan: perforan. Hoy cumplo 32 años y esto que escribo aquí es lo que soy ahora.

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Llegué al portal de mi casa de Madrid de madrugada. Cuando abrí la puerta del ascensor, el espejo me devolvió una caricatura decrépita y grotesca. Tu cara es un débil y trágico flash a las cinco de la mañana. Tengo el eyeliner completamente destruido, el pintalabios es un símil de un desierto lejano e ignoto, el cuerpo me late, me pesa, me duele, me aterra. Entonces recuerdo ese poema de Gil de Biedma, sonrío frente al espejo y pienso en aquel verso que habla de la humillación imperdonable de la excesiva intimidad. 

Me contemplo lejana, titubeante e irrisoria. Tiemblo frente al espejo, no debí beber aquella copa, no debí haber mirado a aquel muchacho con los ojos abiertos y encendidos como un gamo herido, las rodillas muy juntas y temblorosas, no debí haberle dicho que lo llamaría, porque no lo haría. 

Sonrío desafiante y soberbia: también soy esta mujer que ahora se siente depresiva y sola en un ascensor milimétrico, como una ficha de dominó a punto de caer. 

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Hace muchos años que un hombre me miró de frente y me recitó: «tus ojos me recuerdan / las noches de verano».

En aquel momento yo pensé que cualquier desencuentro, cualquier diferencia, estaba justificado si hubo una vez en la que un hombre me miró de frente y me recitó a Machado.

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Está bien e, incluso, es sano que ciertas cosas que creíamos ancladas muten y nos estremezcan. El deseo es escurridizo y yo soy devota. 

El amor es conocimiento, pero ¡ah! el misterio es un vacío revelador y magnético.

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Escucho en la playa a mujeres hablar durante muchísimo tiempo de aquello que comen, de las cantidades que comen, de que gastaban una 36 cuando tenían veinte años, de que tenían las piernas firmes y ligeras cuando eran adolescentes, de que la carne de sus brazos no era flácida ni desequilibrada, de si tienen celulitis, varices, estrías, arrugas, el suelo pélvico debilitado, osteoporosis, artritis reumatoide, fibromialgia... Intuyo cierta vergüenza mientras se agarran las entrañas con el propósito de ocultar la grasa trémula del bajo vientre. A mí me gusta contemplarlas desde lejos, escucharlas desde lejos. Me parecen hermosas, así, orondas, coquetas, ufanas. Me gustaría susurrarles que su belleza no es de este mundo, no lo es, no lo es; esta belleza es etérea y volátil, esta belleza no responde a ningún canon impuesto, esta belleza no es efímera, no lo es, no lo es; esta belleza es antisistema porque, mientras ellas se palpan la grasa y se avergüenzan, yo las observo con el orgullo que me otorga mi sexo; observo mis caderas, mis piernas, mis brazos y no quiero sentir pánico ante esta realidad asfixiante.

(este discurso jamás lo pronunciará un hombre).

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«Lo sé, Sé que nunca más encontraré nada ni nadie que me inspire pasión. Tú sabes que ponerse a querer a alguien es una hazaña. Se necesita una energía, una generosidad, una ceguera... Hasta hay un momento, al principio mismo, en que es preciso saltar un precipicio; si uno reflexiona, no lo hace. Sé que nunca más saltaré».

Escribe Sartre.

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Dice Rebecca Solnit: «Tratamos el deseo como si fuera un problema que hay que resolver; nos centramos en aquello que deseamos y ponemos la atención en lo deseado y en cómo conseguirlo en lugar de en la naturaleza y la sensación del deseo, pero a menudo es la distancia que existe entre nosotros y el objeto del deseo lo que llena el espacio entre ambos con el azul del anhelo. (...) Aquí se encuadra el misterio de por qué las tragedias son más hermosas que las comedias y porqué algunas canciones e historias tristes nos producen un inmenso placer. Siempre hay algo que está lejos. (...) Incluso cuando tienes delante a esa persona, hay algo de ella que sigue estado increíblemente lejos: cuando te acercas a ella para abrazarla, tus brazos rodean el misterio, lo incognoscible, aquello que no puede poseerse. Lo lejano impregna incluso lo más cercano. Al fin y al cabo, apenas sabemos lo que tenemos en las profundidades de nuestro propio ser».

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A veces pienso en esas cartas que te envíe, dónde estarán dónde estarán, dónde estará mi orgullo mi vergüenza mi vanidad mi ego, dónde estarán dónde estarán, pulverizadas ocultas en el hueco de una estantería olvidadas alojadas en algún rincón de tu cabeza presionándote enterradas dentro de una cabeza llena de arena.

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Hay canciones y poemas que me hacen acordarme de ti. Hay veces que estoy inmersa en una cotidianidad anodina y percibo cierta corriente desarraigada y extraña que nos conecta, algo visceral y agudo en el pecho, en el estómago, en mi cabeza, como si mi cuerpo se abandonase a una performance misteriosa, como si intuyese que me estás pensando en ese preciso momento. Entonces te pienso, te pienso, te pienso, me abandono a esta intuición, a esta pulsión, te sigo pensando y no sucede nada. 

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«Lo tuvimos tan cerca que nunca lo vimos, lo perdimos tan fácil que valió la pena. Y ahora quiero llamarte por teléfono y decirte que, aunque no me diera cuenta en aquel momento, aquello fue importante para mí».

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Los siento ahí, famélicos, los noto mucho antes de verlos, mucho antes de entenderlos, pero están allí, abiertos, húmedos y negros, como dos pozos: tus ojos. Sigo creyendo que no hemos terminado de comunicarnos. 

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