Aún me acuerdo cuando leí este verso de Frank O'Hara y temblé: «En tiempos de crisis, todos debemos decidir una y otra vez a quién queremos».
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Todo el mundo añora secretamente a alguien. Esto lo escribí hace un par de años. Lo percibí porque siempre que me reunía con mis amigos me remitían a un viejo amor que les había hecho añicos. Advertí la idealización, aquellos defectos que detestaba de ti y que habían sido neutralizados y reducidos a una pasajera anécdota divertida. Pensé, también, en si alguien me añoraría durante el transcurso de un domingo anodino, si alguien se acordaría de que hubo una vez que titubeé ante el amor para después lanzarme a él salvaje e indómita.
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Anoche soñé contigo. Nos encerrábamos en un hotel y hablábamos durante horas de lo que jamás había hablado. No nos besábamos, no nos tocábamos. Me pareció un sueño terriblemente hermoso y pueril, una suerte de estado de gracia al que jamás regresaríamos. Después me desperté y te recordé durante un par de minutos. Pensé en ti mientras me pintaba el eyeliner a las 6:25 con una precisión vaga y dudosa (pintarme el eyeliner frente al espejo mientras pienso en un hombre siempre me ha parecido un ejercicio de erotismo baldío). Pensé en ti cuando el metro entró en el andén como un animal iracundo y desbocado. Pensé en ti cuando me encontré con el hombre que siempre se sienta frente a mí leyendo a Emmanuel Carrère en francés.
Volví a releer tus mensajes y pensé en aquello que dudaste, escribiste, borraste, reescribiste. Pensé en la posibilidad de un contenido y de un sentido completamente distinto. Cómo sería de diferente nuestra vida si hubiésemos elegido otro discurso, si nuestras acciones hubiesen sido dispares, si nuestras decisiones no hubiesen estado condicionadas por el miedo. Pensé en esa posibilidad varios minutos y me pregunté cómo hacían los otros para vivir así, sin esta desesperación atravesándoles la sangre, las arterias, el cerebro y todos los recovecos que aún tienen vida.
Pensé en los proyectos yermos, en las palabras que escribiste y borraste por ser imprecisas, en el nerviosismo que recorrió tu cuerpo sentado frente al ordenador (este estado de impaciencia que yo siento mientras escribo esta confesión desesperada), en cómo nuestra vida sería diferente si hubiésemos reunido el valor suficiente para decirnos que nos fascinábamos mutuamente, aunque este amor fuese algo estéril y caduco.
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Hay veces que escribo con mucha calma y otras, como esta, en las que escribo como si tuviese alojados en la garganta la náusea, el vómito. Escribo para calmar este designio porque siento el amor así: intempestivo, corrosivo, desleal y errático.
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He vuelto a ver Normal People después de cuatro años. Es curioso que, cuando la terminé, volví a leer la reflexión que hice en Instagram acerca de ella. Me centraba en la importancia de la individualidad y del amor propio y cómo me rompieron por dentro las incertidumbres y las inseguridades de los protagonistas. Quizás ahora me centraría en la importancia de la identidad y la pertenencia a la comunidad: qué nos lleva a querer pertenecer, la otredad, el valor de la aceptación, la violencia y el placer confluyendo en un mismo cuerpo para satisfacer al otro (¿Marianne deseaba realmente esa forma de sexo o, simplemente, había asumido esa condición con el propósito de que alguien la quisiera de manera honesta?; ¿es el trauma y el dolor desde la infancia un laberinto inescrutable del que es imposible escapar?).
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Hay una nueva canción de Zahara que dice: «¿Qué más dará la belleza y la juventud, incluso el sexo que tanto has perseguido, que has querido conservar, que has protegido? ¿Qué más dará cuando lo que de verdad te ha conmovido ha sido la ternura? ¿Qué más dará ahora la cantidad de veces que ayunaste, te metiste en la cama muerta de hambre, que no saliste porque te sentías la nada, que tu cuerpo era una talla, una cárcel, una trampa? Nada dura demasiado, tampoco la tristeza que no te deja vivir, ni el pecho alto, ni el nudo en la tripa, ni los besos a escondidas, ni tu canción favorita o el verano de tu vida, ni el cocido de tu abuela, ni el paseo por la arena, ni la noche en vela, ni el dolor de muelas, ni la corrida en su boca, ni el sentirte que estás loca o cuando te dejan rota, ni siquiera la derrota. Ni el vértigo o las náuseas, ni el pánico o las lágrimas, ni tu ídolo o la lástima, ni el público o las rayas, ni el dinero de tu cuenta, ni el miedo a perderla, ni el querer morirse porque no contesta. ¿Qué más dará la belleza y la juventud, incluso el sexo que tanto has perseguido, que has querido conservar, que has protegido? ¿Qué más dará cuando lo que de verdad te ha conmovido ha sido la ternura?».
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La falta de compromiso es deserotizante.
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En un mundo atomizado y consumista, el compromiso resulta subversivo.
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Escribe Mary Oliver: «no tienes que ser buena / no tienes que atravesar el desierto / de rodillas arrepintiéndote / solo tienes que dejar que ese / animal / que es tu cuerpo ame lo que ama».