Existen días en los que
me encuentro hilarante, ingeniosa, ácida, entusiasmada, un poco cachonda, un
tanto festiva. Estos días son los que más hablo con mis amigos y estoy
activísima en todas mis redes sociales. Suele sucederme también, porque la vida
sabe cómo tensionarnos, que al día siguiente me encuentro decaída, tardo
muchísimo en contestar, apenas miro las redes ni publico nada. Esta apatía me
domina durante varios días. Sólo me dejo ver mediante favoritos esporádicos en
Twitter y leo textos tristísimos y escucho canciones en acústico que aparecen
en la columna derecha de Spotify. La primera vez que esto me sucedió, esta
tristeza tan súbita, ingobernable, inexplicable, tenía catorce años y me
encontraba frente al Messenger. De repente, me sentí rara y vacía frente a una suerte de anarquía de zumbidos e iconitos horteras.
A mi yo adolescente debo confesarle:
vamos a convivir con esta mierda toda la vida, pero siempre supimos disimular.
Saldremos adelante.
Cuando todo esto se me
pasa, miento a mis colegas y les escribo: ay, no había leído esto, perdona que
te conteste tan tarde. Yo creo que ellos ya me conocen y me perdonan estas
repentinas irrupciones de soledad.
*
El viernes me emborraché
escuchando a los Cranberries, que es el grupo favorito de A. Me tomé varias
cervezas mientras sonaban Cordell y Animal Instinct en bucle y hubo un momento
en que creí que te ibas a desgastar en mi mente. ¿De esto iba la movida, no?
*
Siempre termino
interesándome por chavales que escriben. Es ahí –justo ahí y no en otro lugar–
donde puedo detectar su verdadera idiosincrasia, su verdadero yo. Decía Salinas
–a mí me parece un verso hermosísimo, aunque discrepe por entero de él–: “Yo no
necesito tiempo / para saber cómo eres: / conocerse es el relámpago". Ojalá
fuese tan inocente como para creerme algo así.
*
El jueves estuve viendo
un concierto de LODVG de 2007. Estaba eufórica. Cantaba a pleno pulmón “La
playa” y “París”. Mis vecinos deben de estar hartos de mí y también –lo sé–
todos los compañeros de piso que he tenido.
De repente, me sobrevino esta
tristeza hondísima y tuve que cerrar YouTube rápidamente. Todo esto puede sucederme
en un mismo día.
Todos los tíos que me
gustan guardan este mismo patrón: chavales inteligentes, dialécticamente
brillantes, sociales, divertidos, juguetones y, de repente, el mismo ataquito
siamés. Aislados, herméticos, así acabamos: desgastados.
Cuando me encuentro en
esta encrucijada, siempre me acuerdo de un capítulo de Los Simpson. En él Marge
se convierte en carpintera, aunque Homer deberá aparentar que es él el que
arregla las cosas porque Springfield, al fin y al cabo, es machista hasta la
saciedad. Al final del capítulo, se revela la verdad: Homer no tiene ni puta
idea y tiene que ser Marge la que arregle la vieja montaña rusa.
Así me veo yo
constantemente, improvisando agónicamente, tratando de recomponer todas las piezas rotas antes de que todo
se destruya. El problema es que yo nunca fui buena con las reparaciones y,
mientras intento depurar dramas ajenos, yo me voy descomponiendo muy lentamente.
*
"En el amor, como en la
muerte, es imposible entrar dos veces". Escribe Bauman.
*
Querer saberlo todo de
esa persona, pero con el miedo y la decepción bordeándonos puntualmente. Por
este motivo no fluyo, nunca me lanzo a aguas inexploradas porque la edad me ha
hecho más pusilánime o más precavida. Hace años me arrojaba sin pensarlo, con
un salto tierno, muy poco enigmático. Ahora tengo que entrar despacio,
bañándome por los tobillos, las rodillas, los muslos. Tanteo, tanteo, tanteo.
Tardo muchísimo en sumergirme y, para cuando estoy decidida, ya creo que el mar
se ha cansado de mí.
*
Mi propósito para la
nueva normalidad es tener la confianza que deposita Luis Antonio de Villena en
sí mismo cada mañana cuando elige el outfit.
Brava.
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