Cuando tenía 20 años
pinté mi habitación de estudiante con versos de González Iglesias y Luis
Alberto de Cuenca porque, entonces, me creía enamoradísima de un chaval que
resultó ser un mediocre. Es cierto que destrocé con versos cursis el mobiliario
y que, de aquella, no me importaba ni la fianza ni el orgullo propio. Ahora mi
único temor es que este ridículo íntimo se torne público porque esa habitación vuelva
a ser alquilada y mi historia se convierta en un mísero hilo de Twitter.
*
Yo sé que alguien me
gusta, no porque piense en él constantemente, yo sé que alguien me gusta porque
siento mi cuerpo duro y blando simultáneamente y en esta suerte de antítesis pretendo
resolverte.
*
Encuentro momentos casi
catárticos en mi rutina. Eran las cinco de la tarde y leía a Leila Guerriero
mientras escuchaba una de las sesiones de radio de Novedades Carminha. Tenía el
pelo húmedo –quien me conoce desde hace años sabe que amo esta sensación
irracional hasta el clímax– y yo no podía parar de debilitar el grafito
subrayando versos de manera obsesiva y compulsiva. ¿Era esta otra nueva forma
de encontrarme? Siempre dejo atrapadas estas vivencias radicales en las notas
de mi móvil.
*
Anoche escuché “Los
jardines de marzo” de La Bien Querida bajo una luz amarilla y limpísima. Cuando
cantó eso de “todo el mundo tiene una infancia que resuena en las esquinas de
su casa” no pude evitar llorar.
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Ahora es lunes y escribo
con “Luz de agosto en Gijón” de Vegas de fondo. A veces también me siento, en
esta tragedia colectiva, vacía de todo, menos de ansiedad.
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¿De qué hablamos cuando
hablamos de amor? se pregunta Raymond Carver desde mi estantería y también me lo cuestiono yo, con
el miedo ensordecedor gravitando cada noche.
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Escribe Ángel González un
versito intenso e insoportable al que me agarro con relativa frecuencia: “Esa
música… / Se llama simplemente: canción. / Pero no es sólo eso. / Es también la
tristeza”.
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