Y yo pienso mucho en este poema de Pavese.
Debíamos
llevar la pérdida impresa en los huesos.
Es
de noche y avanza, intrascendente, el rumor anodino de domingo, la noche
incómoda e insolente. Vivo en una ciudad donde nadie se hunde en tus ojos. Vivo
en una ciudad donde todos añoran secretamente.
—Yo
no creo en el arte— afirmaba, impasible,
siempre desnudándome desde su esquina más íntima y visceral. Luego sonreía, pasajero,
trivial, y pedía otro corto. El tiempo siempre latía grueso, se clavaba en los
tímpanos como un lánguido traqueteo y ese era el preciso momento en el que me
cuestionaba los años en los que me había consumido en otros. Me sumergía en su
ferocidad, sin conciencia de mí misma, hasta levantar mi orgullo tímidamente.
Entonces me clavaba cristales en los ojos.
Conseguía
intuir sus pupilas de animal hambriento, colérico e iracundo, hasta amenazar cualquier
suerte de andamio propio. Probablemente fue en esos instantes cuando me instaló
la tristeza constante. Empecé a comprender que había ciudades en las que la
soledad se vuelve tan líquida que golpea y abraza de frente, que muchas mujeres
cargan en sus ojos cierta esperanza asfixiada, cierto anhelo reprimido, cierta bruma
ligera; que hay ciudades que sirven para anidar en sus brazos, pero que con
cierta violencia una termina por admitir que también en ellas la gente se
desenamora y se suicida por no conseguir llegar a fin de mes; que existen
ciudades que duelen como un disparo.
—Yo no creo—.
Bebía bajo un halo de paz impuesta y posiblemente era cuando se me tornaba el
ser más vulnerable del mundo. Después sacaba una libreta de su bolsillo y
anotaba en una caligrafía imperfecta cualquier verso que hubiera recordado. Una
de tantas noches, recuerdo vagamente, escribió cualquier tipo de amor conlleva desperdicio. Entonces se me tornaba
el ser más posible del mundo.
Reparaba en mis muslos, alumbrados por un neón
parpadeante, paseaba sus cálidas manos por ellos y sentía que me rasgaba los
vestigios del desamor pasado. Entonces me hacía creer inconscientemente.
Cómo se ama sin erosionar:
otros días también era renuncia.
—Los abismos, me temo, me
van a gustar— le repetía en murmullos cuando claudicaba
con lentitud en su amor aciago, ahogándome en un denso y triste absorber de su
aliento. Sentía una ansiedad breve estirándose por mi garganta hasta mi pecho,
la misma que guardaba con todos los poemas a los que no conseguía llegar. La
vida parecía una imagen hermosa y festiva. Y, sin embargo, perdía la voluntad, proyectaba
sombras.
Había una atmósfera
terrible que sostenía esos días. Empezaba a sentir la tierra seca, el asco que
latía a destiempo, el frío insolente que amarra, el semen que desborda, la boca
imprecisa que no alimenta. Él solo es un hombre, con garganta y costillas. Me
repetía a mí misma: él solo es la fiebre, el desprecio, el latido. Él solo es
el golpe.
—Pavese lo escribió:
vendrá la muerte y tendrá tus ojos— pero quizás siempre concluía
en sus promesas, óxido en los rincones de mi esperanza. Será como dejar un
vicio absurdo.
Quizás debíamos llevar la
pérdida impresa en los huesos, quizás tanto puñal en los ojos había conseguido
abrirlos. Con el don de hacerme tan rota y la fibra del alma descosida, terminé
por comprender que a los paraguas les sucede lo que a las personas: quizás no
hay señal de grieta que revele el abandono. Y, sin embargo, algo de grieta hay
en una inmensa soledad conjunta.
Es de noche y avanza,
intrascendente, el rumor anodino de domingo, la noche incómoda e insolente. Y
escribo, ajena e imprecisa, para salvaguardar este punto de supervivencia, como
protesta, como remedio, como certeza, como milagro; escribo para esas mujeres
que cargan tanta imposibilidad en los ojos. Escribo para esas ciudades que
duelen como un disparo, como un puñal, como un terrible asesinato doméstico.
Alguien dijo: no se escribe para remover conciencia, sino para generar espacios
compartidos.
Esta carta.
Este poema.
Vivo en una ciudad donde
nadie quiere añorar secretamente. Vivo en una ciudad donde todos llevamos la derrota
diaria anclada a los huesos.
Escribo porque entonces
lo perdí todo: la huella, el infinito, la posibilidad, el miedo.
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